Esta noche regresé a casa dominado por un ansia irreprimible de buscar un objeto que a cualquiera podría pasar desapercibido, inútil y avejentado, pero que a mí me conecta con los primeros años de mi vida, que fueron también mis primeros momentos, mis primeras oportunidades de saber, de conocer, de aprender a adentrarme en un mundo que, al cabo, fue forjando todo lo que es mi vida.
Es mi caja de los pensamientos y de las preguntas, ¡si, así como suena!, una simple cajita de pequeñas dimensiones, forrada en su interior de raso de color beige ya muy raido y cubierto su exterior de cuadraditos de papel plegado a modo de motivos tallados en madera, de colores marrón y negro, barnizada a la antigua usanza, con goma laca Mi caja de los pensamientos y de las preguntas fue un regalo de quien me enseño a leer y a escribir a una edad aún hoy insólita, de la persona que me dio mis primeras nociones de lengua francesa y portuguesa, de la mujer cuyo recuerdo renace en mí en momentos en los que necesito volver a mi ayer.
Se llamaba Gloria, Gloria, no importa que más, y Gloria solo para mí y alguien, algunas personas, muy pocas, más, porque para el resto era la Señorita Gloria. Y si hoy vuelve a mi presente para que le dedique, emocionado, las páginas que le debo desde siempre a quien conservó hasta su muerte aquella narración, lo primero que escribí a edad temprana, más bien a horas de aún no amanecido ¡un cuento!, si hoy la rescato del ayer lejano es porque esta tarde conversaba con algunas personas, en torno a un café, de personas misteriosas, increíbles, impensables, imposibles, incluso, y así era Gloria, la Señorita Gloria.
Frecuentaba mi casa de la huerta, era una de las únicas personas que no recibieron jamás el mínimo gesto de rechazo de mi abuela o de mi madre. Muy al contrario la apreciaban y ese sentimiento era correspondido: Supe que desde mi nacimiento estuvo junto a mí, y conjuró con su presencia la aversión de mi madre por los niños, incluido, por supuesto, su propio hijo.
Mis primeros recuerdos son lejanos, tal vez a allá por mis cuatro años remonta mi memoria para ofrecerme la imagen de una mujer elegante, distinguida, delgada, con manos muy finas, cabello rubio perfectamente peinado y un cigarrillo en la mano, pero mi plena consciencia de su presencia llega en torno a los seis años, cuando a mi llegada del colegio me esperaba diariamente para lo que ella llamaba completar, me dedicaba grandes ratos leyéndome, haciéndome pensar el lo que me hubiese leído y anotarlo después sería yo quien leyese el mismo texto, un método que sigo usando aunque ahora, obviamente soy yo quien leo primero siempre traía la lectura de su casa, nunca supe por qué no utilizó jamás ninguno de los libros, abundantes, que poblaban los estantes de nuestra biblioteca. Mi madre me decía que era maestra, y que no quería tocar nuestros libros por respeto a mi tío Antonio, que fue su amigo suyo durante sus dos últimos años de vida. A esa edad, seis años, o poco más, empezaban a surgirme preguntas sobre ella, aunque no me atreviera a formularlas, aunque Gloria las adivinaba
Mi padre andaba en sus destinos, a bordo de aquel avión ruidoso, desde el que nos saludaba, cuando iba o venía, con un vuelo tan bajo que aquel aparato plateado parecía rozar las copas de los granados. Mi madre había encontrado en Gloria la mejor aliada con su alergia a la infancia, de modo que cualquier cuestión que yo le plantease la respondía tajante con un: ¡pregúntaselo a Gloria cuando venga esta tarde!
Sabía que cuando yo nací, mi madre, Encarnita como era obligado decirle, tenía la treintena La hermana de Gloria, cuyo nombre no recuerdo, tal vez porque nunca tuve interés en aprenderlo, era más o menos de la edad de mi madre Mi madre era atractiva, elegante, vestía bien. Mi abuela, siempre vestida de negro, andaba empezando los setenta. ¿Y Gloria?. Mi segundo enigma sería ese, porque era muy elegante, distinguida, como dije al principio, y perfectamente arreglada, pero para mí que estaba más próxima en los años a mi abuela que a mi madre, sus manos, siempre perfectas se parecían, sin embargo, más a las de las personas ya mayores. ¿Qué edad tenía Gloria?.
Movía las manos con modos elegantes y cuando fumaba sostenía el cigarrillo y lo agitaba en la mano derecha trazando curvas con el humo de una manera que me fascinaba. Fumaba Bisontes, lo recuerdo, aunque luego se decanto por los inefables Goya. Pero, ¿Qué edad tenía Gloria?, a esa pregunta Encarnita, mi madre me contestó tajante y de modo distinto: ¡Eso ni se te ocurra preguntárselo, muérdete la lengua antes de hacerlo!. Me quedo claro que ese misterio debía de quedar sin descubrir
Su peso en mi vida, en mi primera formación y en mi supervivencia fue de enorme trascendencia. ¡Tantas cosas he de agradecerle!… Ente otras el hacer todo lo posible porque no me disfrazarán con un extraño atuendo para mi primera comunión, aunque no pudo evitar que mi madre nos sorprendiera a todos, incluso a mí, con aquel perfecto uniforme de general de brigada de aviación que tuve que llevar por narices y que resultaba francamente cursi ¡En fin!
Llegado ya a los diez, el colegio se me había hecho chico y empezaba a preparar mi ingreso en el bachillerato Entonces fue cuando Gloria me regalo la caja, la caja de los pensamientos y preguntas. ¡La había hecho ella!. ¡Hacía muchas cosas artesanales, con una habilidad fabulosa!. Me dijo que la pusiese encima de la mesa donde estudiaba y ella me enseñaba tantas cosas, que metiese dentro pensamientos y preguntas, incluso esas que ella sabía que no me atrevía a hacerle, sería nuestro secreto.
¡Cómo no!, mis dos enigmas serían los primeros en entrar en la caja: ¿Qué ocurre en las playitas?, ¿por qué no me has llevado nunca a tu casa?, ¿Quién vive allí?…. Y, por supuesto, tratando de enmascarar la cuestión con todo aquello que me enseñaba, sugerí, a modo de pensamiento que me parecía que esas cosas que sabía le llevarían mucho tiempo aprenderlas Debí temer incluso no volver a verla cuando al abrir la cajita se encontrase con aquellos papelitos, pero lo que hizo fue soltar una carcajada. Recuerdo que me dijo que aunque tenía diez años, en verdad era yo mucho mayor y podría comprender cosas que gente de muchísima edad no comprendía.
Al día siguiente, sábado, al salir del colegio, porque entonces al colegio se iba la mañana del sábado, estaba ella en casa. Había hablado con mi padre para pedirle permiso para contarme cosas que no debían saberse, por lo visto, y cuando llegué me encontré con la sorpresa de que me llevaba a comer a su casa. ¡Por primera vez comí fuera del círculo familiar, y por primera vez, y esto era lo importante, me adentraba en el misterio de aquellas famosas playitas! Eran, en efecto, unas playas naturales con arena muy blanca a la orilla del río, y había huertas con casitas, algunas de considerable tamaño, que no se podían ver sino desde el propio cauce o cuando ya estabas encima, en aquel lugar. La de Gloria era vistosa, con un letrero de madera que ponía La Casita Azul. Su interior estaba bien amueblado, había una sala con una biblioteca más grande que la de casa, ¡muchísimo más grande!. Y lo más sorprendente es que apareció un señor, bien vestido, de una edad que no podía calcular pero mucho mayor que mi padre, muchísimo más que me dio un achuchón y un beso y le dijo a Gloria:¡Al fin conozco a tu Manolo!.
Era mayo, me parece, y comimos en el exterior ¡estaba fascinado porque allí, como en un cuento, había un buen número de casas, más de veinte, y de alguna de ellas salían gente y se acercaban a una especie de muelle. Vi llegar niños, que venían del colegio, estaban en colegios internos en Sevilla y venían con su familia el sábado a medio día, ¡pero venían en las barcazas areneras!. En aquella zona, meandros del Guadalquivir al norte de la ciudad estas barcazas transportaban arena que una draga sacaba del fondo del río, y lo las veía ir y venir desde mi casa, aunque nunca me pregunté por que lo hacían al amanecer y al anochecer ¡y los sábados al medio día!.
¡Memoria histórica!… los habitantes de aquel poblado de cuento, en el que nada faltaba, incluida la electricidad, eran de diversa procedencia, eran refugiados, si, ¡tal como suena!, eran castellanos, almerienses, jienenses, madrileños Habían desaparecido en la Guerra Civil, eran republicanos, de izquierdas y derechas, que llegaron allí de modo rocambolesco, a un refugio, a un exilio facilitado por gentes propietarias de aquellas tierras y seguían ocultos, o más bien semiocultos, pues si bien no existían de manera oficial, era sabido por todos, incluso por la autoridades del momento. Permanecían discretamente apartados en espera de indultos, amnistías y prescripciones de penas. Allí habían nacido niños en partos asistidos por matronas y médicos, iba un cura a dar misa para los que creían, los niños iban a los colegios los lunes por la mañana y venían el sábado en los areneros, que eran el transporte común de aquellas gentes Algunos, como Gloria, no tenían problemas en hacer vida normal, ir y venir, pero otros no debían dejarse ver aunque no les iba a pasar nada porque se sabían protegidos.
Aquel hombre era Teodoro, vivía en aquella casa llena de libros y de buenos muebles en otras visitas conocí a otros, jugué con los chavales e incluso aprendí a nadar, el culo al aire, cruzando de una a otra orilla la banda de aquel río, a pesar de su cauce traicionero y los sifones que la extracción de arena provocaba ¡Como ellos, aprendí a jugar con aquellos remolinos que ahogaron a más de uno!
Aquella tarde, de regreso a casa, mi padre habló conmigo me impuso discreción, no hablar de aquello ¡De hecho es a estas horas la primera vez de hablo de aquel sitio, de aquella gente! Fui sabiendo que hasta el Gobernador estaba al día del asunto, y que desde antes de casarse, mi padre estaba al tanto del asunto, y Armando, el capitán de la Guardia Civil, de los talleres de Renfe, el cura D. Emilio, los dos médicos del barrio Pero estaba vetado acercarse a las playitas y así fue respetado.
El lugar elegido no lo fue sino porque antes de aquella guerra que tantos hoy quieren revivir se habían asentado, a la orilla del río, en tierras de huertas y naranjos, gentes de Almería y de Zamora, y algunos de ellos se trajeron como pudieron a parientes perseguidos al acabar el enfrentamiento bélico, y ofrecieron aquel sitio, el meandro casi oculto a otros que pudieron llegar Gloria era maestra, ciertamente, pero también algo más, porque llego a estar de residente en aquel lugar del pinar madrileño del que hablara Juan Ramón Jiménez. Teodoro, el hombre que vivía en su casa era su marido, profesor como ella, y la hermana no era tal sino la hija de ambos, la que le quedaba, porque el hijo quedó en el frente.
Con el tiempo supe que algunos de nuestros vecinos, padres de mis amigos, o sus abuelos, habían habitado en las playitas. Era gente de vida modesta pero no pocos tenían holgada posición, patrimonio en manos de parientes que les hacían llegar dinero a través de personas nada sospechosas, ¡Como D. Emilio, el cura tridentino e intransigente! O Armando el de la Guardia Civil, o mi padre, si mi padre.
Con él hable mucho de todo aquel asunto siendo yo aun un chaval, también después, y supe por mi padre que se ocultaban, o estaban en semisombra no por ser perseguidos porque ya a esas alturas la cosa estaba calmada y hasta las autoridades sabían lo que había, sino porque aún en aquellos finales de los años sesenta había gente con sed de venganza, exaltados más extremistas deseosos de que los que no habían alcanzado prescripciones de penas, o indultos o amnistías, cayeran en sus manos para hacerles empezar a sufrir el calvario con la excusa de que eran prófugos
Gloria había llegado casi al fin de la Guerra con Teodoro, y conoció a mi tío Antonio, un joven estudiante que paseaba por aquellos pagos limítrofes con nuestra casa, leyendo, siempre leyendo. Ella intuyó que sería buen amigo, él conoció a Teodoro y a la niña, la falsa hermana. Estaba enfermo, murió diecisiete años antes de que yo naciera, pero ella siguió viniendo a casa
¿La edad? ¡Otro misterio al que contribuyó aquella guerra fratricida!: Los archivos de muchos Juzgados y parroquias se quemaron, y así ocurrió con los del pueblo natal de la buena Gloria. A través de su hermano mayor, adicto al Régimen, logró, como otras personas que llegué a conocer, reinscribirse, más bien recrearse, reconvirtiéndose en hija de su hermano, y su hija se convirtió en hermana. ¡Se quitó nada menos que veinte años de un golpe, alarde de coquetería y ganas de dar la nota que decía Teodoro!.¡Esta Gloria hasta dos edades tiene la puñetera, decía de vez en cuando!. ¡Con razón no me pintaba a mí en su momento aquello de que fuese hermana de la otra! La falsa hermana se llevaba mal con ellos, los culpaba de su destino que no era malo, pues iba y venía , vivía con sus parientes, su tío y sus primos, en ventajosa posición.
Un día llegó el ansiado documento, y Teodoro dejo de ser un prófugo, fue en el setenta y uno, y al poco logro percibir una jubilación. Gloria no, porque como no era ella, nada podía alcanzar, pero tenían posibles se quedaron en Sevilla, muy cerca de nuestra casa, como todos ellos. No conocí a ninguno de los habitantes de las playitas, que se fuera demasiado lejos de aquel lugar donde pasaron tres décadas ocultos, se quedaron todos, incluso los que no llegue a conocer. Unos se dedicaron al comercio, otros a la hostelería, hay en mi ciudad natal empresas de transportes, gasolineras, restaurantes muy afamados, industrias agroalimentarias, que hoy explotan los hijos de aquellas buenas gentes, algunos de ellos amigos de mi infancia.
Gloria, la Señorita Gloria, siguió leyendo conmigo, y Teodoro me introdujo en el fascinante mundo de la Historia y la Filosofía, era como un nieto postizo pero poco disfruté de aquella compañía. A ella se la llevó el tabaco, los dos o tres paquetes diarios de cigarrillos negros a los que, por cierto, antes no dije, les quitaba el filtro antes de encenderlos. Una de las últimas veces que la vi, ya muy enferma, en un alarde de su típico humor negro, me pidió que recordase que a Gloria la había matado Goya, en alusión a la marca que fumaba. Teodoro la siguió meses después de un modo repentino. Fue en el setenta y cuatro, ella murió en junio, el se marcho a final de noviembre, tenían la misma edad, la de verdad, ¡setenta y un años!, aunque en las cuentas de Gloria y en su carnet de identidad se contaban cincuenta y tres. ¡Yo empezaba mi primer curso universitario aquel año!
Al filo de los sesenta años miro atrás y contemplo el torbellino de mi vida, el bosque espeso de momentos vividos, de personas conocidas, los ayeres, los recuerdos, las cosas, cosas grandes y pequeñas, insignificantes muchas de ellas, como mi caja de pensamientos y preguntas que hoy rescato para poner en lugar visible y preferente, el primer regalo de Gloria, para mi Gloria, para los demás la Señorita Gloria, ella debe sentirse en estas horas, allá donde se encuentre, orgullosa de estas páginas que son más suyas que mías, porque tengo la sensación que me las ha dictado, que es ella quien ha querido que saque de lo oculto la historia de aquellos refugiados, de las gentes que vivieron varias décadas en un lugar oculto, bellísimo también, en la margen izquierda del Guadalquivir de entonces, en el meandro cercano a San Jerónimo, a donde iban y venían los barcos areneros. Un lugar que no existe, unas personas que ya no están, un pasaje desconocido del reciente ayer
Manuel Alba