En mi vida son frecuentes las circunstancias poco comunes, pues, por muy comunes que sean, con mi sola presencia se trasmutan y si no, juzguen ustedes.
Era yo un muchacho de unos trece años cuando hube de acompañar a mi madre, fiel cumplidora en materia de duelos, velatorios y lutos, a un pueblo encantador, cercano a Sevilla, llamado Brenes. El motivo no era otro que el velatorio de la tía Manuela, viuda de un hermano de mi abuela a la que yo habría visto tres o cuatro veces, como mucho, y mi madre tampoco la había frecuentado en los últimos años de su vida. El caso es que la anciana tía había fallecido, con casi cien años, ¡muerta era y había que cumplir!. Mi padre se había librado del velatorio porque su destino militar le permitió excusarse, si bien al día siguiente iría al entierro, gran mentira, porque no tenía ni vuelo, ni guardia, ni servicio de jefe de jornada, pero tampoco ni puñetera gana de pasarse la noche en vela alrededor de la difunta.
Heme pues vestido decorosamente con chaqueta azul marino y corbata negra, guardando la etiqueta del luto riguroso subido en el tren de la tarde, camino de Brenes, junto con mi madre elegantemente enlutada. Como no era la primera vez que iba a un acontecimiento de esta naturaleza no sentía ni inquietud, ni temor, más bien una terrible sensación de fastidio porque me iba a encontrar con gente extraña, con parientes de esos que ni conoces ni tienes necesidad de conocer, cuyo idioma pueblerino no comprendería. Además me tendría que someter al calvario de los saludos y besuqueos de rigor y demás actos de visita.
Llegados al lugar a eso de las seis de la tarde, nos recogió en la estación un sujeto cuyo nombre era Curro, y que pudo ser mi tío pues fue novio de una hermana de mi progenitora que tuvo a bien morirse antes de casarse con aquel caballero liberándome de ser el sobrino de quien llevaba por apellido Cuerno. ¡Ser sobrino de Curro Cuerno me hubiera marcado de por vida!. Mi madre y sus parientes se abrazaron y besaron con un frenesí que hacía parecer como si se venerasen y no pudieran vivir los unos sin los otros, y a mí me achucharon, me besuquearon y me babearon hasta la saciedad, haciendo los típicos elogios y alabanzas, mirándome y remirándome, sobre todo los chavales, como si fuese un marciano, porque el detalle de la chaqueta azul marino y la corbata negra que mi señora madre me había impuesto contrastaba enormemente con la indumentaria de los allí presentes estilo rústico pastoril.
Me temía lo peor, que era que esa noche me la tuviese que pasar en vela, como ya me ocurrió meses antes en otro velatorio que ni me iba ni mi venía, aunque en este, la verdad, el de la tía Manuela también estaba de más y la difunta me traía absolutamente sin cuidado, pero en fin Mi temor se disipó porque decidieron que dormiría con otros chavales en un improvisado dormitorio que habían instalado en el soberao de la casa, que es como allí se llama a la superficie bajo cubierta de las casas donde se almacenaban antiguamente los productos del campo, y en el que habían puesto unos colchones entre melones y sacos de patatas.
Allí acudía cada vez más gente, y a mí no se por arte de que, me fueron paseando de casa en casa, presentándome a gente que al parecer eran parientes o amigos de toda la vida de mi familia materna y que parecía que tenían unas ganas enormes de verme. Pensaba yo que debía ser por el disfraz de hombrecito ilustre que llevaba puesto, totalmente fuera de lugar. En una de aquellas casas, recuerdo que era de una señora llamada Rosarito, se me dio de cenar opíparamente y presto regresamos a la casa mortuoria porque había que rezar un rosario.
Hasta entonces no había entrado yo allí, y andaba extrañado porque desde que llegamos, mi madre había desaparecido Pero me llevaron a ver a la difunta que yacía en el lecho amortajada de negro, con un rosario entre los huesudos dedos de las manos cruzadas. ¡Mira, parece que está dormida,! me dijo una parienta , no dije ni pío, porque si llego a decir lo que pensé en aquel momento se monta el follón, ya que la pobre muerta tenia la boca medio abierta y un pañuelo para que no se le abriera más como esos que ponen en los tebeos a los que les duelen las muelas. Vista la muerta miro y veo que mi señora madre se había instalado junto con los más directos parientes en la cabecera del lecho y disfrutaba del acontecimiento como un niño el día de Reyes, por lo cual seguí mi rumbo, abandonado al destino que aquella parentela me tuviese preparado.
Era la hora de dormir y al almacén de melones y papas que me fui junto con otros tres chavales, primos míos según ellos ¡y la primera en la frente! debajo estaba la tía Manuela por lo que no se podía hacer ni el mínimo ruido y, además, dos de aquellos muchachos estaban atemorizados por dormir con la difunta debajo, así que no pudiendo dormir podía escuchar lo que abajo sucedía, que no era otra cosa que un ajetreo más propio de una feria que de aquel trance. Al rato no pude más y me levante, al igual que mis extraños primos y nos bajamos temerosos ellos de que los volvieran a mandar para arriba y yo roído por la curiosidad de saber que pasaba por allí. ¡Insólito!. Repartieron puchero, sopa, pasteles, pastas y sobre todo mucho café, aguardiente y brandy.
Las tres, las cuatro, las seis de la mañana y aquella bacanal funeraria seguía, rota de vez en cuando por un rezo. Los hombres contaban chistes, las mujeres cotilleos y recetas de cocina, ¡en fin que se lo pasaban bomba! Amaneció y comenzaron los preparativos del entierro, con la ceremonia de meter el cadáver en el ataúd, que fue dirigida por mi madre ¡Que maestría tenía mi madre para estos menesteres!…
Un cuarto de hora antes de la salida en comitiva hacia la Iglesia apareció mi padre vestido de uniforme. Me dio un beso y notó que olía a brandy y no poco. Me pregunto riéndose que si me habían dado mucho, y confesé, o unos cuantos buches, y alguno de cazalla. Saludó a los presentes que estaban en condiciones de ser saludados, que no eran todos, y rápidamente salió a la calle, llevándome con él, situándonos en la acera de frente a la casa mirando a la puerta. Le pregunté qué hacíamos allí y soltó una carcajada y me dijo: ¡Mira, Manolo, con la borrachera que tienen ahí dentro vamos a quedarnos aquí a ver si sacan para la Iglesia a la muerta o se llevan un armario!.
Tiempo después supe que mi padre aquella noche no había tenido que estar en su destino pero que se había puesto el uniforme y se había ido al aeródromo para evitar el velatorio. Cuando le dije que porque había dejado que fuese a aquel velatorio me dijo, otra vez con carcajada incluida. ¡Vamos, que te lo pasaste mal, si a ti te gustan los muertos más que a tu puñetera madre!.
La verdad es que no me pierdo ni uno.
Manuel Alba