No sé si es por causa de mis males y la preocupación que los acompaña, o cual es la razón por la que llevo días resistiéndome a contar una de las experiencias que han marcado mi vida con tal intensidad que es frecuente que aquellos momento me revisiten haciéndome volverlos a vivir con todo su dramatismo y también, aunque pueda parecer extraño, con toda su belleza.
Fueron hechos ocurridos hace más de veinte años, una tarde de mayo y en esa ciudad que fue el refugio, el puerto en el que me resguardaba de muchas tempestades del destino: París. Aquella ciudad será para mí siempre el sitio deseado donde quise echar raíces aunque las circunstancias y las personas me lo impidieron y siempre añoro aquel apartamento de la rue Greuze, porque mi refugio era un tres ambientes en el 16º, a escasos metros de Trocadéro donde era común gozar de la compañía de quienes me acompañaban desde España o llegaban por su cuenta.
Hubo ocasiones en las que las algún amigo requería mi ayuda para desenvolverse por la ciudad con ocasión de alguna actividad que requiriese hablar francés y hubo una muy desgraciada: un accidente en el mismo aeropuerto de Orly causo graves heridas a los sobrinos de un amigo mío, dos niños de corta edad, hijos de padres divorciados que habían ido precisamente con mi amigo y su familia a un parque temático internacionalmente conocido. Coincidió que mi estancia se prorrogaría por diez o quince días por lo que me hice cargo de auxiliarles en cuanto estuvo en mi mano.
Los pequeños fueron ingresados en un hospital que se encuentra situado en una de las comunas de Paris, esas entidades municipales que hoy en día integran la ciudad y que a pesar de parecer barrios conservan su identidad municipal y sus instituciones. Fueron llevados al hospital de Kremlin Bicêtre un Hospital Universitario especializado en niños y adolescentes, ingresándolos en el servicio de cuidados intensivos de traumatología. Allí acompañaba a los familiares a verlos, a hablar con los médicos y a las cuestiones que requerían mi presencia. La situación era complicada y en ese departamento estuvieron una semana.
Al cuarto día de mis visitas, Lena, que así se llamaba esta doctora me abordó en la cafetería de la Casa de los Padres, un acogedor lugar de espera de familiares con posibilidad de pernoctación en caso de necesidad. Venía a buscarme porque quería mostrarme algo, llevándome con ella al pabellón, haciéndome poner la bata y el equipo habitual de los visitantes pero llevándome a un extremo de la sala, donde recorrió las cortinas de un box donde yacía un muchachillo de once años, según dijo, y me preguntó que qué veía yo. Era evidente, veía un niño con los ojos cerrados y la cabeza vendada, la boca hinchada al descubierto junto con los orificios de la nariz en los que tenía unas gafas de oxigeno, el cuerpo cubierto por sábanas pero que daban la sensación de cubrir vendajes aparatosos y su brazo izquierdo asaetado por las vías de suministro de todo lo que le fuera preciso, y observaba que estaba monitorizado . Le hice a Lena exactamente esa descripción de lo que veía y ella me dirigió una mirada asesina hasta tal punto expresiva que creí que me golpearía con furia.
Me sacó de allí, llevándome al control y me preguntó si no sentía curiosidad por saber lo que le había pasado a aquel niño, por saber su nombre, sus circunstancias y ante mi manifiesta falta de curiosidad me contó la historia: Se llamaba Emile, tenía once años, vivía con su padre, su madre había muerto de un cáncer y había sido víctima del mismo accidente que hirió a los sobrinos de mi amigo, yendo con su padre en uno de los vehículos implicados en el suceso, pero el padre murió en el acto y Emile estaba desahuciado y solo cabía esperar el desenlace, todo ello mirándome a la cara y constatándome que no me veía mínimamente afectado. ¡Me dijo de todo! Pero al tiempo una señal la llamaba al lugar donde se encontraba el muchacho y me llevó a empujones con ella. Me manifestó que se había despertado y que cuando lo hacía llamaba a su padre, y efectivamente así lo hizo extendiendo su brazo derecho con la mano abierta como buscando una mano a la que aferrarse, y yo estaba en ese lado, Leda me había puesto allí. Instintivamente traté de retirarme y ella forzó la situación tirándome fuertemente de mi mano izquierda y llevándola al encuentro de la mano del chiquillo, que me la tomó y la apretó, volviéndose a dormir. ¡fueron unos segundos!, salí de allí esperando la hora de la visita que me correspondía como si tal cosa! Y en efecto llegó el turno y entré, pero no apartaba la vista del lugar donde estaba el maltrecho chiquillo, Emile.
Debió llegar alguna señal de emergencia porque vi correr a Lena y otros miembros del equipo sanitario hacia aquel lugar y no supe porque razón un impulso me lanzó a ir a su encuentro. No me acerqué pero se fueron retirando todos menos Lena y una enfermera: no pregunté nada, ella me dijo:¡Ya, ya va a ser!. Debió verme desconcertado, pero a la vez con intención de hacer algo, situándome al lado derecho del chico. La cubana me espetó: haga algo útil, échele huevos y sea su padre!, objeté que si abría los ojos me reconocería, pero ella me dijo que no podía reconocer a nadie no me di cuenta pero se alejó. Esta vez fue mi mano al encuentro de la suya, primero la izquierda, después la derecha Emile abrió los ojos, unos hermosos ojos grises y susurro preguntando a su padre si estaba allí. Le dije que estaba allí y que no me movía de su lado, y a los pocos segundos clavando sus uñas en la palma de mi mano izquierda, emitió un fuerte suspiro.
Cuando Lena se acercó me encontró tratando de abrazar aquel cuerpo y llorando amargamente. ¡Nunca he llorado la muerte de nadie, nunca antes ni después de aquel día de primavera, de aquel quince de mayo que jamás olvidaré! Todas las muertes vividas han sido, son y serán eso, simple muertes, todas menos aquella, la de aquel niño que se fue confortado por tener junto a él a su padre. Y al principio lo dije: fueron momentos de intenso dramatismo pero también de inconmensurable belleza para mí, aunque nadie pueda entenderlo, a través de aquella mujer, de Lena, recibí una de las mayores lecciones de mi vida y pude sentir la felicidad de ser útil, de servir de padre para aquel niño moribundo. Me quedé junto a su cuerpo hasta que lo retiraron sin poder cesar en mi llanto, un llanto que en mí no se habría producido unas horas antes porque no tenía razón de ser ni respondía a ningún porqué pero que en aquel momento lo causaba el desgarro de la muerte de aquel que había sido mi hijo por uno segundos.
Seguí acompañando a mis amigos a las visitas a los chavales en el Kremlin Bicêtre hasta que unos días después los niños fueron trasladados a España, lo hice desde el día siguiente aunque confieso que me resultó muy duro, pero ya no era el mismo sino que me interesaba por uno o por otro, por este o por aquel, hablaba con los padres .
Desde entonces han ocurrido muchas cosas en mi vida, han sido muchas las ocasiones en las que me he visto hospitalizado y en los momentos difíciles, en las situaciones más serias siento la mano de un niño cogida de mi mano izquierda y en estos últimos días Emile se ha hecho presente a modo de impulso, me ha empujado, por decirlo de algún modo, a sacar de mi interior esta historia que no sé porque razón mantenía oculta a pesar de haberme marcado para siempre.
Hoy, en una noche de insomnio, como tantas otras, les he contado uno de mis secretos, y con el ya saben que les miento, que cuando me muestro insensible y distante con los niños, no estoy manifestando la verdad..¡Eso era antes de aquella tarde de mayo!… Puede que lo haga por miedo, o por la falta de perspectiva que se da en quienes, como yo, tuvieron seis, ocho, once años pero no pudieron ser niños, ¡no les dejaron serlo!
Manuel Alba