Siempre resulta polémica la discusión en torno a la vida, a la vida del ser humano, y lo es más cuando el diálogo se ha de establecer con personas de las llamadas progresistas, esas que desde su humanismo hipócrita se mantienen en una posición firme, inflexible y absolutamente inquisitorial al respecto, llegando a imponer, puesto que así resulta en la legislación de determinadas naciones llamadas desarrolladas, que la vida es propiedad, exclusiva y únicamente, del ser humano que la desarrolla, que la vive. Esta idea empieza por ser contradictoria con la propia dinámica de esas naciones, de eso propios principios progresistas y desarrollistas que marcan que lo primero es el Estado, luego la vida de las individualidades que lo componen pertenecen al Estado, por muy social, democrático y de derecho que se quiera adjetivar.
Bajo las escusas de ese bienestar, bienestar social, bienestar económico, bienestar desarrollista y bienestar del propio humano, ser masa y número al que se ha convencido que todo, absolutamente todo lo que del Estado se deriva es para el bien del ciudadano, y, aún peor, ha logrado hacer creer a este lo benéfico de ser nada más que un número dentro de un ente que tiene personalidad y vida propia, se han ido introduciendo normas que, por un lado, afirman la insólita creencia de que la vida es una propiedad individual sobre la que se dispone libremente.
Creer, pensar y difundir la idea de que el Estado moderno miente en esto como en todo lo demás equivale a asumir el papel de retrogrado, antisocial y todas las descalificaciones del mundo por parte de unas gentes que por perder han perdido hasta la libertad de pensar, sufriendo la censura del pensamiento más inquisitorial de todos los tiempos…. “La vida la dan pero no te la regalan…..” decía una canción de Juan Manuel Serrat y quizá a eso me deba referir…
Ciertamente, en el mundo se aparece y me es difícil exponer a mis contemporáneos que aunque haya habido un proceso previo de gestación y parto, todo ello es ajeno al que viene al mundo hasta el momento que nace. Todo lo previo es meramente coyuntural y para él absolutamente accidental me atrevo a decir, con independencia de las creencias religiosas y tradiciones de cada cual. El hecho es que, una vez nacido, amparado y protegido por derechos y demás monsergas, hemos de plantar la primera duda: ¿El nacido es de alguien, pertenece a alguien, es propiedad de sus padres, es propiedad de sí mismo?. Indudablemente hubo tiempos y culturas en que sí, pero nadie desde el progresismo moderno puede responder con certeza, y en base a sus propios principios, a su idea.
A partir de esa cuestión primaria sigo preguntando de quien es la vida, mi vida, por ejemplo, y lo quiero hacer, repito, sin buscar el recurso a la religión, y por lo tanto, liberando a cualquier divinidad de la responsabilidad de mi vida, quiero hacerlo al margen de la injerencia de un creador que me pusiera en este mundo y al que pueda recurrir para justificar mis actos o echarle la culpa de mis desdichas.
La modernidad dice que es mía y solo mía, sin embargo el Estado no me deja hacer de ella lo que me dé la gana… Me va a justificar con mil y un argumentos, plasmados además en Leyes, que no es así, que esa vida mía y su consecuente libertad de acción y omisión, esos principios fundamentalísimos y derechos sacros, son pero no son, son, perro mucho menos, pues mi vida, mi libertad e incluso aquello que en la vida consigo han de estar siempre bajo la vigilancia, el control y al servicio de una entelequia, de algo que no existe, que es una mera creación artificial, con derechos artificiales, existencia meramente ideológica, de ese propio Estado que es dueño de mi vida, aquella que adquirí y que aunque no quiera atribuirle un origen sobrenatural o suprahumano, no puedo intelectivamente pensar que me la otorgó Estado alguno. ¡Si era mía, si en algún momento fue mía, ese Estado me la usurpó, se la apropió, por supuesto por mi bien! El pensamiento aquel filósofo tan admirado por unos, tan denostado por otros, que fuera Schopenhauer, al manifestar que era a la humanidad y no al individuo a quien se puede asegurar la duración, toma cuerpo en un mundo en el que la individualidad se tiene casi como un error, no vale sino como elemento cuantificador y fija en su permanente estado de celeridad en el movimiento, de convulsión en la acción, incluso en la contradicción de pretender la perpetuidad de sus conceptos y estar en continuo cambio de los mismos. Pero, ¿qué es la humanidad?. ¡No es más que el conjunto de las individualidades, de las vidas, supuestamente, según las normas al uso y abuso, propias de cada uno de los habitantes del planeta hoy, ahora, en el presente!. Los que en otro tiempo estuvieron vivos constituyeron su humanidad propia, la del ayer, y los que estén por vivir en un hipotético futuro serán humanidades del mañana.
Desde que se abrieron los días de la confusión, de la inversión de los valores y se llegó al convencimiento de que lo mejor en todos los sentidos había llegado y, ¡para colmo y en un alarde de vergonzosa soberbia, era imposible de superar, se cree que la vida es un bien que pertenece al individuo, aunque difícilmente hay quien haya podido definirla o situarla entre los bienes inmateriales y otros la vivan o existan como si de un bien material se tratase. Se habla, eso sí, del derecho a la vida…. Un derecho relativo puesto que ya tenemos claro que está condicionado y no se puede disponer de él como se quiere, y un derecho muy peculiar porque, ¿quiénes ostentan ese derecho?. Naturalmente desde la modernidad del pensamiento desarrollista y progresista se me responderá, que todos, y yo responderé que eso es relativo porque todos debe comprender a los que han muerto, viéndose privados de la pomposa y solemne protección del derecho a la vida que el Estado contemporáneo garantiza en sus Leyes, y a los que no viven porque, sencillamente no han alcanzado el estado de vivos, pero que por algún sitio se supone que deberían andar, repito que dejando al margen las creencias, y que tendrían derecho a vivir.¿ No es cierto?. También se habla del derecho a una vida digna ante lo que me pregunto si el concepto de dignidad de su vida ha de fijarlo el supuesto propietario de la misma o, como se impone, el Estado que se ha apropiado.
Con la implantación, por nuestro bien, de normas a favor del aborto o de la eutanasia me he de plantear cuestiones que no son ni éticas, ni morales, que en el fondo me importan poco menos que un rábano. La ética y la moral no es sino el recurso pseudo espiritual de quienes negaron toda influencia espiritual y son tan falsas como acomodaticias. La ética y la moral son los sustitutivos de los principios espirituales de otros tiempos, de otros modos de vivir, mantienen de suyo pretensiones de perpetuidad y vocación de permanencia pero caen en el mismo proceso de provisionalidad, contingentación y utilitarismo que el sistema en el que se desarrollan. Los imperativos éticos y morales cambian con los intereses de la clase social dirigente y con ello las reglas de juego. ¡Por eso “Quod principi placuit legis habet vigorem”, (o que le place al príncipe tiene fuerza de Ley) sigue plenamente vigente, pues no importa que el Príncipe sea uno o sean los representantes de mayorías minoristas que siguen la voz de su guía!
¡Qué barbaridades digo!: ¡la vida de cada cual es suya, de él, indiscutiblemente, y tiene el derecho a disponer de ella, y punto, es lo que hay!. Entonces, porque existe en el ser humano un sentimiento atávico, perdido en la noche de los tiempos , de la ajenidad de la vida, que llega a nuestros días, tanto al pensamiento como al lenguaje corriente, al asumir y expresar, por ejemplo, “hay que ganarse la vida”, “me gano la vida haciendo tal cosa”, etc… Todos somos conscientes, por lo tanto, de que vivir es un extraño derecho difícil de calificar y que la vida parece como si la tuviéramos que comprar o pagar a plazos, y siempre en cuanto a lo que de ella no nos ha sustraído el Gran Padre Estado.
El progresismo, con la moralina de otro derecho, el de una muerte digna, se saca otros razonamientos a los que viste de legalidad en razón de las normas éticas para justificar la universalidad de algo que, como la vida, no es, a mi entender ningún derecho: la muerte. La muerte es, al fin y al cabo, y volviendo a tratar de prescindir de creencias religiosas, es algo que no se sabe a ciencia cierta que es más allá de lo que percibimos sensorialmente y de lo que las ciencias empíricas nos demuestran a partir de esas percepciones sensoriales… evidentemente supone el fin de la vida, de esa vida propia de difícil calificación conceptual para mí. Y la dignidad es un concepto que ningún colectivo, ningún Estado, ningún sistema político o social de convivencia puede imponer al individuo si no a costa de su libertad, su poca libertad. Pero hoy el progresismo del mundo contemporáneo ha politizado la dignidad de la muerte, haciendo una bandera más, un triunfo más de algo que se remota a la noche de los tiempos.
Se conservan en los ordenamientos jurídicos delitos como el auxilio o la inducción al suicidio, que deberían no existir, y la libertad de abandonar la vida voluntariamente no es algo novedoso. Creo que, además, desde el punto de vista meramente legal, el que alguien auxilie a una persona a abandonar de propia voluntad la vida, o incluso, en determinadas circunstancias llegue a aconsejar como salida a una determinada situación la posibilidad de quitarse la vida, nunca debieron ser delito. Pero la muerte politizada, como tantas otras cosas, pseudo ideologizada y hasta con perspectivas de llegar a ser un elemento en manos de los Estados desarrollistas para limitar las poblaciones, controlarlas o incluso, en un momento determinado, amenazarlas, o fijar al ser humano fecha o edad de caducidad, me repugna y me indigna. Que se saque la muerte de la esfera de lo privado para que se pueda comenzar el camino de poner fin a las vidas yendo dejando en manos de comités, comisiones, equipos especializados, de terceros ajenos al propio sujeto y su círculo más íntimo la necesidad de aplicar la eutanasia es algo que pronto se planteará en las sociedades.
En el fondo, en esta cuestión, como en todo, rige el principio de moral utilitarista e interés productivo que acaba asumiendo principios de siglos atrás, aquellos del ya citado Schopenhauer y otros pensadores: por un lado, considerar la vida como un error, un error metafísico, y por otro, considerar que ese error es corregible en la medida de lo posible, poniendo fin a la misma cuando esta está amortizada. Yo soy un ferviente defensor del suicidio, justifico desde el aconsejarlo hasta el asistirlo, pero no puedo admitir la estatalización de la eutanasia, como no admito los principios eugénicos que se ampararon a final del siglo XIX y principios del XX con la pretensión de crear humanos más perfectos, más resistentes a la enfermedad, más duraderos, transgénicos, en definitiva. Muchos males surgieron de aquellas prácticas y muchos pueden acarrear las nuevas tesis progresistas de continuar lo que llaman el avance sobre la eutanasia, justificadas en el falso humanitarismo y haciendo creer que se evita el sufrimiento humano y se garantiza ese derecho a una muerte digna.
Así como en la vida se ve uno implicado sin argumento justificante, la muerte, que viene unida a la vida desde el principio, tiene posibilidades de producirse de modos más diversos. Suele aterrar, no sé por qué razón, la idea de morir, y negarla es una de los mecanismos de defensa que el humano se aplica para tratar de conjurarla, sobre todo el humano de hoy, el hombre masa, herramienta, instrumento del sistema. Sin embargo ella puede surgir en cualquier momento, contra la propia voluntad, sin que la edad o la posición la mitiguen. Puede venir por enfermedad, por desgaste a causa de una larga existencia, por un accidente, pero también da la oportunidad de salir a buscarla por el propio deseo de dejar de vivir por cualquier motivo… pero siempre debe atenerse al campo de lo privado, pues, en definitiva, mure uno, es personal e intransferible el trance.
Si se abre la puerta, por la vía de la eutanasia, en convertir la muerte en un beneficio social, en cosa de interés público, entraremos en tiempos en los que la rentabilidad y la economía sean los dueños de la muerte humana como ya lo son de la vida del hombre masa, pues siempre será más económico, más rentable y menos molesto para el Gran Padre Estado un muerto que un pensionista o un enfermo crónico.
M.Alba
12 de enero de 2021