Un acontecimiento muere cuando nadie vuelve a comentarlo: para entender el pasado, hay que hacerlo revivir en el presente y proyectarlo hacia el futuro.
Este es el leit motiv de un seminario online que se celebró desde Italia ayer, 17 de marzo, para recordar un suceso que marcó a la sociedad transalpina, pero sobre todo a la gibraltareña, de finales del siglo XIX.
La tragedia
Alrededor de las 19 horas del 17 de marzo de 1891 soplaba en la Bahía de Gibraltar un vendaval procedente del Suroeste. En la zona navegaba el SS Utopia, un barco de vapor transatlántico de 2.371 toneladas, que transportaba desde Nápoles a centenares de migrantes italianos con destino a la América soñada y a esa Isla de Ellis que fue la puerta de más de 12 millones de personas entre finales del XIX y principios del XX.
En total, a bordo del buque había 821 pasajeros y 59 miembros de la tripulación. La mayoría del pasaje era de tercera clase, salvo tres privilegiados en primera, ya que la compañía había eliminado la segunda para hacer más sitio a los emigrantes y asegurarse el lleno y la recaudación.
En aquellos años, las compañías navieras, como la British Anchor Line, propietaria del Utopia, ganaban cantidades considerables gracias a la actividad de transporte entre el Viejo y el Nuevo continente y el carbón que necesitaban los barcos se contaba por toneladas.
Para hacer el trayecto completo entre Nápoles y Nueva York eran necesarias unas 430, por lo que, al llegar a las columnas de Hércules, se vieron obligados al repostaje en el Puerto de Gibraltar.
Como vigías de la zona del Estrecho, en la boca de la Bahía estaban apostados dos buques de la Royal Navy, el HMS Anson y el HMS Rodney.
El capitán del Utopia, John McKeague, en su empeño de arribar a puerto, y seguramente cegado por el mar bravo y un viento que se arrecía, consideró que el espacio entre ambos buques de guerra era suficiente para el paso.
La tempestad, intensa y potente, redujo la visibilidad, a lo que se unieron los haces luminosos de los reflectores de otros barcos anclados en la base militar… y la distancia no era suficiente.
Tras superar la proa del Anson, el Utopia rozó con uno de sus arietes submarinos, que sajó su cubierta y le provocó una vía de cinco metros, de manera que la caldera quedó inundada inmediatamente por completo. La popa del vapor se hundió, haciendo que el barco se inclinara inexorablemente más de 60 grados, provocando su escora y haciendo inútiles los esfuerzos por retroceder. Al contrario, ese movimiento había provocado un nuevo roce con el Anson y la herida se había hecho mayor. A los cinco minutos, sólo quedaban fuera la proa y el aparejo.
La crónica de lo sucedido, de boca de los supervivientes, habla de, probablemente, una de las catástrofes marítimas más sangrientas de la historia. El vapor se hundía entre gritos de auxilio y de terror, presagio de las muertes que se sucedieron. Eso, en un escenario tenebroso de agua, nubes embravecidas por el fuerte vendaval del suroeste y una cubierta de la que ni siquiera pudieron desprenderse todos los botes salvavidas y que se acabó por sumergir y hacerlo también su carga humana. Quienes aún no habían caído al agua fueron finalmente devorados por el vórtice provocado por el hundimiento del Utopia.
“Gibraltar y La Línea están de duelo”
Un vívido relato del desastre se publicó en el Gibraltar Chronicle al día siguiente y llenó casi una página entera de texto.
“Durante media hora, toda persona a bordo que había logrado llegar a la cubierta se apiñó en la proa, donde se les podía ver claramente desde el Peñón, aferrados a las barandillas, los costados del barco, los aparejos, en cualquier lugar y en todas partes, hasta que, por último, también se hundió esta parte de la embarcación, llevándose consigo a muchos de los que allí se habían refugiado por última vez”, rezaba el Chronicle de aquel día.
También destacó el diario el esfuerzo de todos los que acudieron en rescate de los náufragos, tanto de la flota de la Royal Navy como de otros barcos ancorados en la Bahía o del Puerto de Gibraltar, cuyo personal desafió las condiciones climáticas para salvar vidas. Hubo que lamentar dos muertes de entre ellos.
La tragedia marcó a la comunidad de Gibraltar. La proximidad del barco a la costa significó que mucha gente pudo ver desarrollarse el desastre, una imagen imborrable en la memoria colectiva de esta comunidad.
A España también llegaron los ecos de la catástrofe, pero peor que eso.
Esto decía El Imparcial, de mano de su corresponsal en La Línea, el 18 de marzo, día siguiente al hundimiento:
“La Línea 18 (4 tarde): A la playa del Espigón de San Felipe (territorio español) arroja el oleaje muchos cadáveres”.
El diario también se hacía eco del impacto en la población y de su carácter solidario:
“La impresión causada por el hecho en esta plaza ha sido profundísima. La inmensa desgracia que aflige a los náufragos ha hecho surgir del sentimiento público la idea de abrir entre todas las clases de la sociedad una suscrición que alivie su total desamparo.
Esta suscrición suma en estos momentos respetable cantidad, y es seguro que Gibraltar probará una vez más que no en vano tiene fama de caritativo”
Esta y otras publicaciones, como El Liberal, confirman que la noticia llegó de inmediato a oídos de la Reina Isabel II y del gobierno español:
“A las once y media se reunieron los ministros bajo la presidencia de S. M la Reina.
…. EI ministro de Estado leyó el telegrama en que se comunica el naufragio del vapor Utopia”.
El Siglo Futuro resumía la realidad con una escueta frase:
“Gibraltar y La Línea están de duelo”
Se habló, por ejemplo, en El País (el del siglo XIX) de que la naviera había hacinado a los pasajeros y que se trató al pasaje poco menos que de esclavos
“Un verdadero cargamento de carne humana; algo parecido a lo que sucedía en los barcos dedicados a la trata de negros. Habiéndose verificado el naufragio en circunstancias menos terribles y aun así el número de víctimas hubiera sido fatalmente considerable, porque tal aglomeración de personas hubiera hecho difícil las operaciones de salvamento”
Poco a poco se fue conociendo la identidad de algunos de los supervivientes, sobre todo de los destacados. Así lo constataba el 21 de marzo El Heraldo de Madrid, que relata cómo el capitán del buque no comulgó con la ley del mar de que había de morir con su barco:
“En el Utopia venían sólo tres pasajeros de primera clase, una señora y dos caballeros, uno de ellos banquero americano. La señora se salvó.
También se ha salvado el capitán del buque. En los primeros momentos, cuando el ariete del Anson abrió brecha en el costado del Utopia y le destrozó las calderas, y éste se hundía sin dar mucha ocasión de salvación, el capitán se lanzó al agua y fue recogido en un bote.
A nado se salvó igualmente el doctor del buque quien, a pesar de los embates del mar, pudo ganar, junto con un emigrante, una caseta de baños”.
De las más de 900 personas a bordo, solo hubo 318 supervivientes; 562 pasajeros y toda la tripulación murieron o desaparecieron.
¿Toda? No. Malhadado, el capitán John McKeague, a quien se acusa de no haber sido capaz de evitar la tragedia.
Más tarde, el gobierno italiano otorgó condecoraciones por valentía a los militares y civiles que participaron en las operaciones de rescate.