En estas jornadas repaso la historia a través de la lectura de textos que no son de hoy sino de otros tiempos, de unos días en los que los problemas, a grandes rasgos, eran semejantes a los del presente y los fenómenos liberticidas se veían meridianamente en un mundo polarizado entre el capitalismo radical y el comunismo práctico. Es curioso observar como, por ejemplo, el académico, escritor y médico francés Georges Duhamel señalaba allá por 1.930, en su libro “Escenas de la vida futura” cómo en el paraíso de la libertad y la democracia que para el mundo resultaba los Estados Unidos de América, las libertades estaban tan limitadas como para establecer la célebre “Ley seca” y de qué modo el visitante que allí llegaba se veía sometido al examen de salud que implicaba la toma de temperatura y otras pruebas y la obligación que tenía el que llegaba, de declarar al salir los beneficios o rentas que pudiera haber obtenido durante su estancia. Duhamel no dudó en manifestar que “el más alto, productivo y normal ejemplo del gobierno del pueblo por sí mismo, de realizada democracia, resulta una perfecta sumisión del individuo, una preponderancia estatal absorbente”. A parte de las similitudes con la situación presente, con los controles sanitarios a causa de la epidemia, resulta relevante constatar que ya en aquellos días la ausencia de libertad y el sometimiento al Estado en Norteamérica se ponían de manifiesto y que en el fondo, aunque tal vez no en la forma, el resultado del régimen democrático y liberal americano era el mismo que el que producía el totalitarismo estaliniano de la Unión Soviética, y que al final del camino era de prever que ambos sistemas se encontrasen.
En España se publicó, en 1.932, un interesante libro titulado “¿Hacia dónde va el siglo?”, cuyo autor también era médico como Duhamel, y que estaba encuadrado en la generación de 1.914. Se trataba de Teófilo Ortega, quien fue profesor de Severo Ochoa, quien siempre le elogió. En él, Ortega se hacía eco de las realidades que ocurrían en el mundo que le tocaba vivir, un mundo que señalaba en situación de creciente desconcierto y en el que veía formarse y crecer un nuevo ejército “con armas más temerosas que los aceros y las pistolas”, según sus propias palabras… este ejercito estaba formado por los obreros parados que se generalizaba por todo el mundo, sin que pudiera ser considerado un fenómeno localizado, considerando el paro el hueso de la fruta del capitalismo. Teófilo Ortega anunciaba en su libro algo que nadie pensaba en sus días: “¡Otra guerra!. Por dura y cruenta que parezca, he aquí la única solución”. Nadie le creería en aquellos momentos, pero pocos años después hubo guerra.
De aquel 1,932 señalaría que “ será en España eso: ojos asustados del niño que corre, no ya su primera, sino su segunda aventura. De la primera volvió a la protección hogareña”, refiriéndose con ello a los regímenes de la Primera y de la entonces naciente Segunda República, cuya infancia consideraba azarosa y ya él teñía de tres colores. El rojo de la lucha por el poder entonces ya poco encubierto, de los comunistas; el amarillo que adjudicaba a la resistencia de los poseedores de riqueza, quienes no confiaban en la promoción de trabajo, en la inversión; y, finalmente el negro, color de las querellas religiosas del momento. El autor denunciaba que aquellos tres colores, el rojo, el amarillo y el negro, eran tres errores que había que evitar a toda costa, y escribía “Hay que callar a quienes pretenden, desde uno a otro extremo, que la historia, nuestra historia de la política española, no sea sino una sucesión de venganzas. Hay que desarmar a todos los que quieren perseguir en nombre, no de la justicia, sino de la supuesta razón de que los perseguidos fueron antes perseguidores.”
Es esta frase la que hoy me hace escribir, por su actualidad, por su frescura… Esta frase que en este libro que lleva conmigo toda la vida me pone frente a la realidad de un presente infame, putrefacto, y que ya en 1.932 se denunciaba en el nacimiento de aquella República ensalzada por los coríferos de la progresía del momento, y cuyo fin no es achacable a una guerra, a la guerra eterna que nos hacen vivir a los españoles, sino a sus propias raíces, a los propios vicios de nulidad con los que había nacido. Esa frase describe perfectamente el estado de cosas de nuestros días, al igual que indicaba lo que en aquellos momentos empezaba a suceder…
En “¿A dónde va el siglo?” son muchas las frases que demuestran que nada, o casi nada, ha evolucionado desde aquel pasado hasta nuestros días incluida entre ellas un consejo que me atrevo a dar a las paredes, pues nadie ha de escucharlo, y mucho menos seguirlo: “Si quieres vencer, no amenaces. Tus amenazas son los mejores estímulos y armas para el adversario. Actúa y calla”… Este libro tiene sorpresas, por decirlo así, y son tres: La primera la constituye su prólogo, escrito por D. Alvaro Figueroa, el conde de Romanones, representante de la riqueza económica. La segunda es su epílogo, cuyo autor es Andrés Nin. La tercera es un pequeño ensayo de Angel Pestaña.
Angel Pestaña era el máximo líder de los anarquistas reformistas y en ese mismo año 1.932 fue expulsado de la CNT. Andrés Nin fue un anarquista que durante una estancia prolongada en Rusia se adscribió al comunismo y llegó a convertirse en secretario de León Trotsky. Tuvo que abandonar la U.R.S.S. y en 1.931 creó en España un partido comunista trotskista y ya en 1.935 fundó el POUM, Partido Obrero de Unificación Marxista.
Pestaña, desde el anarquismo, y Nin, desde el trotskismo, pensaban, y así se recoge en sus aportaciones al libro de Teófilo Ortega, en un siglo XX en el que se consagraría el socialismo, cosa que sería una utopía. Nin acusa en su epílogo a la Unión Soviética, a Stalin y al partido comunista de haber traicionado a la clase trabajadora, de haber roto el bolcheviquismo y provocar el retraso en la derrota de la burguesía, mostrando ese talante crítico en extremo con el comunismo que, a la postre, se oficializaba en España al dictado del Partido Comunista Soviético. Ese posicionamiento crítico le costó la vida ya que en mayo de 1.937 se produjeron enfrentamientos entre anarquistas y trotskistas, de un lado, y el gobierno republicano y la Generalidad de Barcelona, por el otro. En junio de 1.937, el Comisario del Pueblo del Partido Comunista Soviético en España, Alexander Orlov, ordenó detener a la cúpula de POUM, y desde el día 16 de ese mes de junio de 1.937 nunca se volvió a saber de Andrés Nin. Obviamente, de esta desaparición, como de tantas otras, no habrá de ocuparse ninguna ley de memoria Histórica promovida desde el presente gobierno frentepopulista en el que se han reunido los mismos socios que en el de 1.936, con las mismas pretensiones aunque, eso sí, sin una unión Soviética que lo apoye.
¿Hacia dónde va el siglo?, me refiero a este en el que vivimos y en el que se da la vuelta a la historia, se la retuerce desde el oficialismo, desde el globalismo, desde el intervencionismo… Los problemas siguen siendo los mismos, las quimeras son iguales y las advertencias del pasado no sirven de nada… Los acontecimientos siguen su curso con desprecio olímpico del ayer. ¿Habrá paz, o más bien nos veremos abocados a la lucha y el enfrentamiento?
Manuel Alba