Hay colores que deben escogerse con cuidado. Los independentistas catalanes, tan equivocados en todos sus planteamientos y aspiraciones, han optado por el groc para invadir los espacios públicos y privados de una parte de España. No han tomado la precaución de informarse -como tampoco lo han hecho respecto a la catástrofe para ellos mismos de una supuesta nación independiente- sobre las connotaciones de la cromática elegida para sus símbolos. Las tiras con las que decoran, fincas, calles y playas y los lazos que les acompañan do quiera que van bien podrían identificarles -como a los barcos que enarbolan bandera de cuarentena- con portadores de enfermedades infecciosas.
En realidad, el nacionalismo-independentismo es un mal sin cura para el que no caben vacunas ni antídotos una vez que el individuo es contagiado o se contagia con el virus o con el veneno correspondiente. La pandemia es fruto de años de la tergiversación de la Historia, la engañosa prosperidad prometida en contra de principios básicos de la Economía, el eufemismo de la frase derecho a decidir, ejemplo de algo que no contempla el Derecho, y la transigencia de sucesivos gobiernos tan centrales como miopes en la aplicación de una verdadera Política. El caso es que estos portadores de fiebre amarilla, unos, con sus vómitos antiespañoles, y de ictericia, otros, con la pupila amarillenta típica de un hígado destrozado por tanta ingesta de discursos segregacionistas y mensajes adulterados sobre presos políticos y exiliados, venían ya muy condicionados a la hora de decidirse por un color.
Sus representantes políticos actúan como un verdadero sindicato amarillo o vertical de modo que responden antes a sus propios intereses que a los de los afiliados y puestos a inventar una bandera, han mantenido el gualda de Carlos III (¡para una república!) y añadido una estrella a la cubana (¡Cuba, ejemplo a imitar).
Les vendría bien olvidarse de entonar Els Segadors -cancioncilla anacrónica- y adoptar como himno el Yellow submarine, que inmortalizaron The Baeatles, pues alguna de sus estrofas viene a decir: Todos nosotros vivimos en un submarino amarillo/puesto que gozamos una vida regalada/cada uno tiene lo que necesita. Es justo esa Arcadia feliz, ese jardín del Edén, que prometen ciegamente los impulsores de la República de Catalunya. Mientras se liberan del yugo opresor del Borbón, de la rapacidad de Madrid y de la contaminación de los charnegos, empresas y turistas buscan sedes y destinos más seguros y gratos. Unas y otros huyen del que podemos llamar peligro amarillo parafraseando el temor que Europa siente por el despertar del tigre chino. Y ante esa espantada de poco les sirve a los ideólogos para contenerla el amarillismo de sus embajadas, de las arengas llamando a sus fieles desde el minarete del Ayuntamiento de Vic y de medios de comunicación, mejor llamados de contaminación.
En otros tiempos, a los insurrectos se les mandaban los tercios, como hizo Felipe V, ante la postura belicosa de los levantiscos levantinos. La II República lo solventó con las fuerzas del orden. Los que queriendo aprovechar el debilitamiento causado por la guerra europea de Sucesión o la flaqueza del periodo republicano erraron en sus cálculos y cayeron en calles y paredones. Hoy, pensaron que, el descontento generado por la crisis y la apatía del gobierno de Madrid, era el momento propicio para sus ensoñaciones golpistas. Ahora, se les mandó el 155 -especie de cifra mágica, de receta que, sin saberse si es carne o pescado, por lo visto requiere mayores dosis y de más larga aplicación-. No deja de sorprender, si es que aún queda capacidad de sorpresa, que los que apostaron por un rey de los Austrias, se tornen republicanos siglos después, para luego acatar la constitución del reino de España y ahora vengan de nuevo con la monserga de la república.
¡Oh, denostado pigmento, limón ácido unas veces y oropel sin brillo, otras, que ocupas sólo una tercería en el espectro solar y eres menospreciado por la heráldica! Te delata tu etimología: del latín amarus (amargoso) y del latín hispánico amarellus (pálido). Esta asociación de conceptos nos lleva de nuevo a los ictéricos -que a veces se comportan como histéricos- con sus trastornos de la bilis o humor amargo. No había de faltar recurrir a la sabiduría del refranero. Así, Más vale ponerse una vez colorado que ciento amarillo, que aquí cabría interpretar como manchémonos de sangre una vez para evitar un siglo de revueltas. Quienes echan un pulso al Estado, unas veces se ponen amarillos y otras, los ponen colorados, como complementación de lo anterior. Todo ello tan cierto como que No hay campo sin trigo ni independentista catalán sin amarillo.
Algunos batracios exhiben esa coloración como advertencia hacia sus depredadores de que poseen una toxina muy potente, y para los anglosajones el término tiene una segunda acepción, ya que un yellow fellow (individuo amarillo) es un cobarde. Para colmo, se dice que en el teatro trae mala suerte pues Molière iba vestido de tal guisa cuando le sorprendió la muerte representando una de sus obras. Y mientras, ellos, amarilleando.
JUAN MANUEL BALLESTA GÓMEZ
República Independiente de Sanpedrocientosiete