He pasado unos días de vacaciones en el norte de España -en Guipúzcoa- y, como tipo raro que soy, meditaba una tarde, lánguidamente, con mi café y mi purito, sobre lo que es y lo que significa la palabra Perdonar.
Una cascada de preguntas surgía de mi mente. ¿qué es realmente el perdón? ¿por qué pedir perdón? ¿Cómo perdonar? ¿por qué, en la realidad, se indulta una ofensa, pero se perdona pocas veces? ¿pedir perdón es humillarse?
Porque, -pensaba yo-, en este mundo globalista y relativista, caemos muy frecuentemente en el error de creer que no es necesario regenerar los elementos dañados por una ofensa, da igual como se sienta el ofendido, porque lo que al otro le duele a mí no me duele.
Tampoco le damos importancia, ciertamente, a la manera en que se pide perdón, y que muchísimas veces no son válidas, ya sea por falta de sinceridad, por falta de sentimiento sincero, por falta de humildad o por falta de empatía para entender que el otro esté dolido -y por ende, ofendido- por nuestra acción.
Más difícil todavía es otorgar el perdón, perdonar. Todos hemos oído alguna vez aquello de “yo perdono, pero no olvido”, que más parece una burla, un insulto hacia el que ha pedido perdón, que un intento de perdonar, por lo que, claro está, así no avanzamos y hacemos que nuestra vida se atasque en el daño y en la herida.
En estos tiempos de pérdida total de valores, de ideologización de las actitudes, en la que los desprecios hacia los demás corren sueltos, sin reparos y asilvestrados, este humilde juntador de letras cree que nos convendría tener presente, y practicar, con esta difícil y bonita palabra: Perdón… y lo que ello significa. Seguro que seríamos algo más felices.
Antonio Poyatos Galián