¡“Pues amarga la verdad, quiero echarla de la boca; y si al alma su hiel toca, esconderla es necedad”!. Serán muchos quienes desconozcan, por multitud de circunstancias, estos versos de Quevedo, que pertenecen a unas de sus letrillas satíricas, titulada “Es amarga la verdad”. En ella, el poeta del siglo de oro enfrentaba a la pobreza con la riqueza y sus conclusiones son de evidente actualidad. ¿Acaso no lo son estos otros versos?: “¿Quién hace al ciego galán, y prudente al sin consejo?.¿Quién al avariento viejo le sirve de río Jordán?. ¿Quién hace de piedras pan, sin ser el Dios verdadero?; El dinero”.
A veces los clásicos nos recuerdan lo poco que cambian las cosas, nos ponen en evidencia situaciones que no queremos ver pero que están ahí, en el día a día de este vivir en el mundo convulso del presente. El dinero hoy no es solo eso, el dinero, sino todo el artificio del poder y la razón de vivir del hombre moderno…¡Es amarga la verdad!, y lo es hasta el punto que vivimos como vivimos, admitimos lo que soportamos y nos entregamos a la esclavitud, la opresión y hasta al desprecio de nuestra dignidad por un bienestar material más que dudoso. Ese del mal llamado Estado de Bienestar que cada día se va menguando más, ese paraíso fantasioso con el que la modernidad, el Nuevo Orden Mundial, envenena a las masas, ha inoculado en los individuos el virus de la mansedumbre a cambio de un puñado de monedas que dudosamente se podrán garantizar en un futuro prácticamente inmediato.
“¿Quién procura que se aleje del suelo la gloria vana?. ¿Quién siendo tan cristiana, tiene la cara de hereje?. ¿Quién hace que al hombre aqueje el desprecio y la tristeza?: La pobreza”, continuaba diciendo el poeta satírico. Pero la pobreza no se puede entender solo y exclusivamente como la carencia de bienes materiales, la escasez o la falta absoluta de dinero. ¡Hay una pobreza mayor, una pobreza espiritual, del alma, que ya no vale mencionar!, es esa pobreza que el solo hecho de alegarla, de mentarla, lleva a la desconsideración y al vituperio de quien a ello se atreva, pues habrá de someterse a la descalificación, se le dirá decadente, se le tachará de beato y meapilas, porque la pobreza consistente en la decadencia de los valores, en la falta de aprecio a lo inmaterial, la falta de fidelidad, de generosidad, la ambición desmedida, la traición y el desmesurado egoísmo no se tienen como tal sino que son considerados en nuestros días cuasi valores.
La envidia no es pobreza, ni el latrocinio, ni la falsedad… Tampoco se toman a mal las manifestaciones de desafecto en todos los sentidos que campan en la sociedad sino que, por el contrario, se tienen como motivo de orgullo. Y ahora, sumidos en un estado de lamentable inmoralidad en el que la verdad, la amarga verdad, no se quiere admitir y no solo se echa de la boca sino de la vida ciudadana, en un sistema en la que la mentira es difundida y presentada de tal modo que camufle y tape la realidad, aunque sea necedad, amén de indecencia y canallería, esconderla, porque pronto o tarde habrá de salir.
Pobreza no es solo penuria material, es todo lo que recién escribo y mucho más, aunque no se quiera oír hablar de ello, y aunque Quevedo se refiriera en su letrilla a esa falta de recursos que ya en sus horas de vida apestaba a quien la padecía, y lo hacía en esta España, que como otro poeta recordase, Antonio Machado, es devota de Frascuelo y de María, señalase en sus “Campos de Castilla” que «de diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Nunca extrañéis que un bruto se descuerne luchando por la idea.», y de cuyos habitantes bien sentenció el gran sevillano: ¡“Este hombre no es de ayer ni es de mañana, sino de nunca; de la cepa hispana. No es el fruto maduro ni podrido, es una fruta vana de aquella España que pasó y no ha sido, esa que hoy tiene la cabeza cana”!, algo tan cierto en el ayer como en el ahora, cuando todo, hasta la cultura, hasta el propio Machado, están monopolizados por un determinado sectarismo político.
Tarde o temprano esa ansiedad, esa ambición por conservar lo que en realidad no se tiene, esa vida en permanente expectativa de confort que el mundo de lo global, de la exageración extrema del consumismo, de medirlo todo por un valor dinerario, de reinado de la cantidad, decaerá de forma rotunda y con ella se producirá en el hombre mercantil y mercancía una infinita sensación de penuria porque se dará cuenta que no solo se habrán evadido sus pretensiones de acaparar más y más, y se habrá vuelto pobre en lo material sino que constatará que la otra pobreza existe, y que será la que también constaten sus semejantes, antes obcecados en la competencia por abarcar más y más y por lo tanto no podrá esperar ni apoyo ni consuelo. Tampoco podrá reclamar en quienes confió ciegamente, en aquellos que le prometieron bienestar infinito y lo convencieron de que el dios dinero era el verdadero y que de las piedras saldría el pan eterno de la riqueza.
Yo ni me asombro, ni tengo ya ganas de erigirme en predicador de doctrina alguna…¡Simplemente observo!. Y en mi observación, agudizada la vista en las horas del encarcelamiento mal llamado confinamiento, naturalmente adoptado por “el bien colectivo”, he comprobado que ni siquiera una situación como la que arrasa el planeta sirve para la reflexión y que la rueda y el carro siguen por la misma senda. Observo como todos han temblado por su salud y por su bienestar, y han seguido ciegos las directrices dictadas por los tuertos, observo que entre el engaño y la mentira surge una confianza en el retorno de la pujanza material que no llego a comprender por qué se la tiene por realidad, observo que la verdad y su amargura no tienen cabida en el presente.
Y ha sido algo invisible, inapreciable, un elemento ajeno al control de los hombres, de los dirigentes y de los promotores de ese Nuevo Orden Mundial, un virus que, sea cual sea su origen, se crea que procede de un orden natural o se adjudique a la acción humana, se piense en este último caso que ha sido puesto en circulación de manera voluntaria o sea fruto de un accidente, un virus que se ha extendido más allá de las fronteras, que ha puesto en jaque todo orden pretendido, toda idea prefijada, porque ha incorporado a la vida en el planeta la acción de lo imprevisto. Y en horas en las que nos vemos frente a nuevos brotes, o una expansión de mayor virulencia, siendo amarga la verdad nos atamos a la mentira: Ayer habia estado de alarma y hasta ahora se vivía en función de unas fases programadas artificiales, contradictorias e impuestas por motivos ideológicos. A partir de ahora una “nueva normalidad” estupidez sustancial y conceptual sin posibilidad de cuantificar, lleva la vida ciudadana a una sensación de seguridad tan vacía como lo es la pretendida recuperación de la vida económica que sustenta el bienestar.
Pero ese elemento imprevisible que ha irrumpido en nuestras vidas como un elefante en una cristalería no ha servido para la reflexión y el pistoletazo de salida nos devuelve a lo de siempre… De hecho, y es mi opinión personal, las perspectivas de vencer al invisible hostigador son, de momento, dudosas, y la aparición de nuevos brotes, o lo que es lo mismo, la confirmación de que no se le ha vencido, no tienen la suficiente fuerza para que se piense de otro modo. Soy de los convencidos, ¡y ojalá me equivoque!, que puede estar por venir lo peor. Pero se vuelve al frenesí, al ritmo que me recuerda una película de allá por 1.969, que dirigió Sydney Pollack y que aquí se estrenó bajo el título de “Danzad, danzad, malditos”.
Aun en el mejor de los casos, en el supuesto deseable de que no resurja con mayor intensidad y más fuerza destructiva ese invasor que nos ha sorprendido por su imprevisión, debería pensarse que estas situaciones ocurren y que ni los globalistas, ni ninguno de esos grupos reivindicativos, ni los populistas, ni nadie puede predecir que situaciones demoledoras, destructivas y de gran calado como esta se pueden producir en cualquier momento y que cualquier cataclismo ajeno a los humanos puede sorprendernos en cualquier momento, y que un terremoto, un desplazamiento de placas de la corteza terrestre, una erupción o un invasor invisible, otro virus, nuevo, producen situaciones que aunque siga haciendo al ciego galán, y siga siendo el rio Jordán no del avariento viejo sino de la humanidad entera de este mundo moderno, el dinero no domina ni resuelve.
Pero estas cosas, ¿a quién pueden interesar?
Manuel Alba
21de junio de 2020