Mientras saboreaba un rico descafeinado de máquina con leche y encendía mi puro, me inundó un cierto aire de melancolía y, sin saber porqué, recordé con nostalgia las antiguas Escuelas donde los de mi generación aprendimos las primeras letras y los conocimientos más básicos con los más elementales medios. Y quisiera evocar aquellas escuelas de antaño, más allá de los sentimientos encontrados, porque pienso que tienen un ingrediente de memoria histórica que interesa preservar para conocimiento de las actuales y futuras generaciones, para tomar lo bueno de aquello, para no caer en los mismos errores, pero también para reconocer lo mucho que hicieron los maestros y maestras de la época, con los escasos medios que tenían a su alcance. En los pequeños pueblos, ellos eran Autoridad por antonomasia. Ellos educaban, no solo en las horas lectivas, sino en todos los ámbitos del devenir diario, inculcando valores, respeto hacia los demás y normas para una convivencia pacífica.
Pizarras, mapas a casi ningún color, pupitres de madera con su hueco para el tintero y para poder dejar las plumas y el secante, estufas de carbón en medio de la clase, pizarrines, enciclopedias que reunían asignaturas y conocimientos en un solo tomo, libros de lecturas piadosos, reglas de medir y de pegar, láminas para estudiar el cuerpo humano y situar los órganos, aburrimiento y deberes con escasos derechos
Los Maestros, pese a su escaso sueldo y a unas directrices que pesaban como losas, lograron inyectar el gusto por la lectura y la sed de conocimientos en muchos chavales, incluido el que suscribe, y fueron capaces de abrir la mente en un buen número de niños y en no pocos progenitores de nuestros pequeños pueblos, que de otra forma, sin el empujón y el aliento del maestro o la maestra, nunca se habían planteado otro futuro para sus hijos, que el campo o la ganadería, como sus padres y sus abuelos, aunque éstas fuesen ya actividades en declive que abocaban a la miseria o a la emigración.
Y cuando el progenitor aceptaba que su hijo podía salir del campo y estudiar, se encontraba con el infranqueable muro de las escasísimas posibilidades económicas para hacerlo posible, habida cuenta que tenían que irse hasta fuera de sus provincias para cursar sus estudios
sé que en algunos jóvenes puede despertar curiosidad mi exposición, aunque en la mayoría provocará compasivas sonrisas, pero ésa era la realidad en los pequeños pueblos. Ahora la enseñanza obligatoria es universal en nuestro país, se han multiplicado exponencialmente los medios y se han incrementado sensiblemente las opciones y los derechos, pero ha retrocedido atrozmente la educación en valores, en respeto y en esfuerzo
pero no siempre fue así, tampoco para el que suscribe, y creo que conviene recordarlo.
Antonio Poyatos Galián