Dando las 12 de la noche se abría un portalón de servicio en el Valle de los Caídos para dar entrada a un sargento y dos números de la Guardia Civil y a una grúa portátil con su equipo de cinco hombres. Les seguían una mujer con bata blanca y un señor muy trajeado que parecía dirigir la operación. Dentro esperaban el abad y los guardas de seguridad. Con paso rápido se dirigieron hacia la tumba de Franco. Los operarios, con prontitud y destreza, retiraron las juntas entre la gran lápida y el pavimento, al tiempo que fijaban los enganches para elevar tan pesada carga. La antropóloga forense, mostrando a un tiempo habilidad y precisión quirúrgica, fue separando los elementos metálicos y restos de madera del ataúd e hizo entrega al sacerdote del crucifijo correspondiente. Colocó el esqueleto en una bolsa de plástico y dio por terminada su labor.
Al anciano benedictino le vino a la mente cuando, casi 44 años antes, un día de noviembre, aquel mismo lugar vivió toda una ceremonia fúnebre propia de un jefe de Estado. Tratándose de esta misma persona, cuán distinta ahora era la situación, se dijo para sus adentros. Uno de los vigilantes, algo confundido con lo que allí estaba pasando, en voz baja preguntó a los de la Benemérita quién era el señor de la chaqueta y corbata. Es el representante de la familia del difunto, le respondieron. Colocada de nuevo la aparatosa losa, abandonaron el lugar. Había transcurrido apenas una hora desde su llegada.
Días después, avanzada la noche, un autobús de la Guardia Civil llegaba a la explanada de la basílica. Le seguían varios coches oficiales y numerosos vehículos de distintos medios de comunicación. Los guardias se distribuyeron por el exterior en previsión de que grupos franquistas pudieran entorpecer el acto. A los cámaras de televisión y fotógrafos se les había preparado un sitio preferente. Uno de los encargados de destapar la sepultura se dio cuenta de que la tapa estaba suelta, pero pensó que, para ganar tiempo, habrían venido otros a despegarla, y ni se atrevió a comentarlo con sus compañeros. Bajo los focos expresamente instalados para la ocasión, la grúa fue elevando con mimo los 1.500 kilos pétreos. Los rostros de los presentes pasaron de la expectación a la sorpresa. Allí abajo no se veía más que una cuartilla plastificada con algo escrito. Se la pasaron con cierta ceremonia al ministro del Interior, cuya cara le recordó a más de uno de los presentes a la de Arias Navarro cuando comunicó por televisión la muerte del Caudillo. Le pidieron que mostrara el escrito. Se leía: ¡Viva Franco! ¡Arriba España! Una carcajada unánime y estruendosa se oyó del grupo de periodistas.
Para el ministro aquello era demasiado. Hasta vio reírse a los enviados de medios afines a su partido. ¿Cuáles no serían las risas y comentarios cuando lo supiera todo el mundo? Y ello, en periodo electoral y siendo el desentierro uno de los platos fuertes de la campaña, ¿Qué dirían los de la Memoria Histórica? Podían culparle de no haber custodiado convenientemente tan valiosos despojos. Los peores pensamientos y sensaciones le venían a toda velocidad, la misma con la que desapareció de allí. La ministra de Justicia no sabía si echarse a reír o a llorar, tal era su confusión. Mas salió pitando de aquel recinto tan inhóspito, de aquel espectáculo tan inesperado, antes de que exteriorizara lo que la embargaba.
Especialistas de la Guardia Civil comenzaron de inmediato las pesquisas. El abad explicó que había recibido una carta de la Fundación Francisco Franco junto a una autorización de la familia de éste para hacerse cargo del cadáver y así evitar publicidad y gastos oficiales innecesarios. Todo le pareció correcto y llevado a cabo con pulcritud y respeto. Por supuesto, la misiva era falsa como también los demás participantes, a los que no hubo medio de identificar.
Transcurrieron varias noches. Los vigilantes hallábanse en el centro de control muy ocupados con una avería en las pantallas de televisión. El abad, ayudado de un lego de su entera confianza, franqueó el paso al gruista y compañía. El hombre elegante y la mujer con bata transportaban la bolsa de plástico en cuyo interior permanecían los restos mortales del exhumado. Colocaron al muerto en el hoyo y a la tapadera en su sitio, pero esta vez sellaron meticulosamente las juntas. ¡Qué Dios os bendiga!, les dijo el benedictino al despedirlos. Después de restablecer el sistema de videovigilancia, camino a su aposento, tras un profundo suspiro, musitó: Ya todo ha vuelto a la normalidad, ya cada cosa está en su sitio. Gracias, Señor.
Juan Manuel Ballesta Gómez