Nada puede compararse a la imperturbabilidad, esa fuerza interior, necesaria hoy más que nunca para soportar a los demás, y digo soportar porque ese es exactamente el término que quiero y deseo señalar en estas horas. Durante todos estos meses precedentes he conseguido progresar en un alto grado, hasta el punto de haberme deshecho de una práctica perniciosa que es, por otro lado, la recomendada por los payasos y enanos de la venta que dirigen las sociedades del Occidente común, global y alienante. Si, se ha de sentir empatía por unos y repulsión por otros al dictado de los tiranos gobernantes en cada lugar, en cada territorio, tiranos que responden a un arquetipo homogéneo, tanto como los sistemas que los sostienen.
Y esa empatía es, incluso, obligatoria, al punto que la imponen las Leyes, las del presente, que no las del ayer y es de esperar que tampoco las del futuro. Igual de obligatorias son las repulsiones y hasta los afectos y los odios. ¡ Si hasta se han configurados los delitos de odio como forma de poner puertas al viento!. En el idílico sistema, ese que hoy tiene más coartadas que nunca las verdaderas libertades y que impone e implanta estados policiales, tiene uno que sentir afecto, ternura, devoción y hasta debe capitular con aquello que ni su pensamiento ni su voluntad permiten.
Y hay que guardar silencio sepulcral y esconder las ideas cuando se tiene un pensamiento que pueda ser considerado heterodoxo en el contexto de un mundo en el que la cantidad ya derrotó a la calidad. Diez son más que uno, sencillamente porque son diez, no porque valgan diez veces lo que uno, esos diez, evidentemente, pueden aplastar y someter al uno, pero solamente por el mero uso de la fuerza, entendiendo esta no solo la ejercida de un modo físico. Hay que vivir en una temible censura, la peor, aquella que surge de uno mismo, aquella que impone el miedo a ser señalado con el dedo acusador, o, peor aún, ser delatado por ese prójimo, ese supuesto igual a uno por el que hay que imperativa empatía, en momentos en los que la delación, la figura del chivato, del policía de balcón o ventana es considerada como heroica y admirable, habiendo perdido su esencial carácter de miserable y rastrera, el carácter que siempre tuvo. ¡Yeso resulta peor cuando se vive en un país que otros tiempos, en los que no había tan perfecto sistema como ahora, hace cuatro siglos, se hacía cuestión sobre la licitud de matar al tirano!
Pero cuando cualquier alegato, cualquier intento de generar un despertar de las sociedades, cae en el vacío y se vuelve estéril pretensión, cuando lo bueno y lo malo se impone a modo de listados, de imperativos casuísticos dictados desde la moralina del sistema, cuando, además, se han de aceptar situaciones impuestas por el miedo inducido interesadamente, se precisa fuerza interior, imperturbabilidad, para continuar el camino. Nadie ha de recordar, pues son cosas que hoy no sirven, improductivas materialmente hablando, que Sócrates fue llevado a la muerte por la conjura de Anito y Melito en el contexto de una falsa y burda democracia como las del presente, y que el pensador pronunció aquella famosa sentencia: “Anito y Melito podrán matarme, pero no perjudicarme”. Afortunadamente queda el consuelo de que Sócrates fue vengado y a sus hostigadores les costó la vida. Hoy la venganza está regulada por las Leyes y se llama Justicia, justificada en el principio de legalidad… ¿De cuál legalidad? De la de hoy, la de moda y al uso, la impuesta por un sistema que señala como ilícitas otras legalidades que no sean la propia, continuando cumpliéndose la máxima aquella de que justo y licito es lo que al príncipe le place, príncipe que no ha de ser forzosamente una figura unipersonal y que puede corresponderse a un concepto colectivo.
Ante la amenaza más o menos velada, el opresivo estado de vigilancia, la evidencia de ser gobernados por miserables autocomplacientes y ambiciosos que sostienen las riendas del control de la convivencia y dirigen a su capricho, hay que ser imperturbable. Y para empezar hay que tomar consciencia de lo que es propio y lo que no lo es, analizando todos los conceptos de las cosas y situaciones que nos rodean. Hay que rebelarse desde la toma en consideración de que propio es aquello que podemos controlar, que realmente propios nos son tan solo el pensamiento y la voluntad, y la libre capacidad de decisión… ¡El resto depende de los demás y de las circunstancias, o no nos resulta controlable, y por ello hay que tender a mantenerse impasible, alejado y no perturbarse por lo que puede acontecer fuera de nuestro control!
El cumplir con unas normas impuestas entra dentro de lo no controlable, pero el cumplimiento obligatorio de esas normas no limita la libertad de no asumirlas e incluso de no fomentar que los demás las cumplan. Los acontecimientos no son controlables, pero asumir como borregos los procedimientos estandarizados para afrontarlos si está bajo el control personal. Se puede cumplir la Ley, se debe hacer por imperativo social y la coacción de los Poderes Públicos, pero eso no impide asumirlas como válidas y justas y poner pensamiento y voluntad para conseguir derogarlas. ¡Pero todo esto es ir contracorriente en el reino universal del miedo!
Unos meses bastan para radicalizar posturas. ¿Por qué tengo yo que sentir empatía y apoyar a grupos, personas o colectivos que en mi fuero interno no voy a aceptar jamás, sencillamente porque no quiero? ¿Cumplimiento? ¡Sí: cumplo y miento!, ¿Y qué? ¿algo que objetar?… Miedo…¡solo hay que tener miedo al miedo y partir de un principio elemental: somos mortales y nada que tengamos o poseamos está a nuestra disposición para siempre!. Nada, empezando por la propia vida, la existencia, es seguro, y desde la conciencia nítida de esa permanente y maravillosa inseguridad se puede alcanzar la libertad, porque la libertad hay que conquistarla día a día y no es, como tantas otras engañifas, ningún derecho que se haya de poseer por las mera accidentabilidad de estar vivo.
La poca empatía hacia lo ajeno que tuve en mi vida se ha extinguido y lo que ejercito son meras reglas de comportamiento en el terreno de la educación y la cortesía. Pero los demás no son diferentes, aunque se engañen a ellos mismos por conveniencia. La imperturbabilidad aumenta en mí día a día y ya están muy lejos los momentos en que llegué a asumir, a interiorizar, los quebrantos ajenos. Hoy no voy más allá de actuar con rectitud profesional si esos quebrantos suponen materia de trabajo para mí, pero me importa un cuerno lo que haya detrás. Cuando me dicen, ¡póngase en mi lugar!, hoy respondo que por qué razón me tengo que poner en lugar de nadie, que me niego.
Y ahora, con la epidemia del miedo instalada artificialmente en el gentío, confieso que en mi interior comparto sentimientos de cínico entendimiento con un desdén que a veces toma colores de asco. La rabia que en otros momentos me habría dado el comportamiento colectivo, hoy me causa risa, diciendo para mis adentros que para ser una epidemia es demasiado pobre y raquítica, mientras los demás se asustan con las cifras que cada día le cantan los medios y eso a lo que llaman autoridades como si fueran los números de una lotería. ¿Tanto miedo a la muerte va a impedir que todos acabemos, antes o después, muertos?
A mí, que nunca me importó el dinero, menos me importa la muerte y menos aún la vida, de la que estoy dispuesto a salir cuando me llegue el momento o cuando sea yo quien lo estime oportuno, me podrán matar, encarcelar, mutilar, pero nunca quitarme lo que verdaderamente controlo. Y de lo demás…. Bueno pues valga lo que hace muy poco le dije a uno que en un grupo de amigos manifestó que le iba tan mal que tenía que sobrevivir con tres millones de euros. Los presentes encolerizaron, se ofendieron, pero yo no tuve otra ocurrencia que decirle algo así como: ¡Cuánto me lamento!, ¿Por qué no me lo dijiste antes para haber procurado aliviar tu sufrimiento?
Manuel Alba