Uno llora de vez en cuando, pero menos de lo que debiera. Últimamente, había llorado poco. Que recuerde, lloré cuando murió mi madre hace dos años, y poco tiempo después cuando Pedro Sánchez le ganó las primarias a Susana Díaz y nos dio un triunfo a todos los perdedores del mundo mundial que teníamos como lema de derrota en derrota hasta la masacre, máxima de mi hermano y amigo Juan José Téllez por cierto, las derechas lo han botado ilegalmente como director del Libro de la Junta, donde aún le restaban dos años de contrato-.
Hoy, mientras escribo este artículo de urgencia, mi vieja máquina de escribir es en realidad un ordenador-, que funciona en estos momentos a base de sangre, café y whisky, patina por mis lágrimas: se me ha muerto José Pedro Pérez-Llorca, una de las personas que yo más admiraba después de mi padre.
Lágrimas, por fin.
José Pedro se ha ido inesperadamente, sin apenas avisar. Hace unas semanas, en una visita nocturna que nos organizaba en el Museo del Prado a un grupo de gaditanos por mediación de otro hermano y amigo, Fernando Santiago, le pregunté por él al gran Hernán Cortés, que nos sirvió de guía de lujo.
Me dijo que estaba pachucho, que no se había curado un catarro como Dios manda y que ahí andaba.
Se lo conté a mi mujer y puse cara de ojú. Ella me entendió a la primera: son muchos trienios juntos, doce con algún pico, y no hacen faltas muchas palabras.
No sé, últimamente estoy como Pereira, el mítico personaje de Antonio Tabucchi en Sostiene Pereira, y huelo la muerte a kilómetros. Y me persigue la resurrección de la carne, cuando yo no soy ni católico ni apostólico ni romano, sino un simple devoto lector del escritor italiano.
Me olí, simplemente, que José Pedro estaba regular.
Horas después de conocer su muerte, no voy a glosar su papel en la Transición Democrática, donde formó parte de los gobiernos de Adolfo Suárez y fue padre de la Constitución Española de 1978. Eso lo harán otros con más fundamento que yo.
Yo voy a recordar a Pérez-Llorca por los cuatro buenos ratos que compartí con él a raíz de que la Asociación de Periodistas Parlamentarios le otorgara el Premio Constitución de Cádiz. Yo lo propuse y Fernando Santiago, como presidente de la Asociación de la Prensa de Cádiz, se lo entregó en una gala de Navidad de los paseantes en Cortes.
Desde entonces lo vi con cierta frecuencia. Incluso lo invité varias veces a conocer el Parque Natural Los Alcornocales, pero no fue posible.
Almorzamos con nuestras mujeres. Pero sobre todo me lo encontré a la izquierda, en el rincón del bar Terraza, al lado de la catedral de Cádiz, rodeado de familia y papas aliñás. Buenos ratos echamos en casa Pelayo, el mejor sitio para vivir de dos de la tarde a doce de la noche en el mundo.
Le pedí que atendieran en el despacho Pérez-Llorca a un niño gibraltareño, hijo de Michael Llamas, fiscal general de Gibraltar otro ser humano de campeonato-, para unas prácticas y lo aceptaron y lo trataron de lujo.
Era el factor humano -en el mejor sentido de la palabra- en estado puro.
Además de bondadoso, José Pedro era muy culto, un sabio en el sentido clásico. Pero tenía un humor muy gaditano, de media sonrisa y de carcajadas justas, de golpes y de pocos chistes.
Yo con él y me pasa también con Hernán Cortés- me he reído mucho. Daba gusto reírse con él.
En fin, te echaré mucho de menos, pero no dudes que le contaré -hasta que la memoria me acompañe- a mis nietos que te conocí.
Y también te despediré por mi cuenta en el Congreso, donde debieron haber instalado tu capilla ardiente, cerca, al ladito justo de la Constitución de Cádiz de 1812.