Como he escrito en otras muchas ocasiones, en estas fechas, sobre todo, me sobreviene un tonto ataque de melancolía que supera mi estabilidad emocional, aunque hay otro sentimiento -cosas de la edad- que es como un sentimiento voluntario de tristeza, colmado de esperanza, que me permite volar momentáneamente al mundo que perdí, al mundo que pasó sin que yo me diera cuenta.
Quizá sea en ocasiones un sentimiento dañino, aunque, para mí, representa como un destino de supervivencia, como volver a ese pasado en el que fui inmensamente feliz, aunque no supe saborearlo, y me aparece con obstinada frecuencia ahora en que, en la balanza de mi tiempo, pesa ya más lo vivido que lo me queda por vivir. Es la nostalgia… y en ella encuentro refugio porque me ayuda a recordar momentos felices que añoro.
La añoranza me aparece más acentuadamente cada vez que es Navidad, cada vez que se agota un viejo calendario y hay que abrir uno nuevo, y me doy cuenta enseguida de la congoja que se esconde tras los motivos navideños y noto como un aleteo de auxilio que no me impide recordar que son menos los pasos que quedan para completar la etapa final de mi camino.
La nostalgia, amigos, es un latido que me acompaña siempre. La patria de mi nostalgia está en frágiles momentos, en sutiles instantes, en esas escasas y breves sonrisas, en fugaces gestos que debieran pasar página… Y no es que reniegue del azar o del destino, que ha hecho de mí lo que soy, lo que he sido, lo que he hecho bien y lo que he hecho mal… y cuando me asalta ese sentimiento intento apartarlo para que esa añoranza no se convierta en pertinaz y dañina melancolía y que la tristeza no anide en mi cabeza, ayudado -eso si- por el abrazo y el calor de mis seres queridos.
Hoy, sin que sirva de precedente, he querido contarles -cosas de la edad- cómo lo siento en lugar de cómo lo veo en estas fechas tan señaladas y pido perdón por ello.
¡¡Feliz Navidad!!
Antonio Poyatos Galián