En nuestro caminar diario, siempre te encuentras a alguien que, aparentemente, está peor que tú, porque la desdicha llama a todas las puertas y parece que cada día cuesta más vivir sin lágrimas, rodeados, como estamos, de tantas mentiras, de tantos falsos espejismos y que el propio sistema de vida que llevamos llega a talarnos el entusiasmo por buscar esa desconocida felicidad con la que soñamos.
Yo creo que el mayor motivo, invisible, de nuestra infelicidad, es sentirnos perdidos en esta selva de desgracias, sin ningún faro que nos sirva de referencia para poder diferenciar lo urgente de lo importante, lo banal de lo auténtico y que nos muestre las buenas cosas -no crematísticas- que disfrutamos sin apreciarlas.
La humanidad, como lo ve este humilde juntador de letras, tiene ensombrecidos los labios de la alegría más muda, haciendo que todo se mueva con fines lucrativos, lo que hace que estemos adormecidos por dentro, sintiéndonos, en el fondo, tristemente desamparados e inmersos en una grave soledad, aun cuando estemos rodeados de mucha gente.
Pero, ¿qué es la felicidad? ¿Quién no la ha buscado, sin saber dónde, como un verdadero azorado en un laberinto de preguntas? La historia que nos ha vendido del estado de bienestar tampoco genera la felicidad que soñamos, ni da solución a los diferentes aspectos del vivir cotidiano que nos hace infelices, mientras seguimos corriendo tras el viento que sople, y hacia el canto de sirenas prometedoras de esa añorada felicidad.
Deberíamos, queridos amigos, abrirnos a las dimensiones de la belleza de los momentos que nos hacen felices, y que muchas veces no sabemos verlos, aun cuando eso es lo más importante que está ocurriendo en nuestras vidas y que no valoramos adecuadamente porque no miramos hacia dentro, porque solo miramos a los envoltorios llenos de humo que nos venden insistentemente.
Deberíamos emocionarnos al respirar esa hermosura que suele encontrarse en las cosas mas sencillas, en una tierna y dulce mirada, en el sentir con el corazón, en “ver” más allá de lo que hay delante de nosotros, en comprender esa mirada de socorro, esa mirada de cariño que regalan a nuestros sentidos y que muchas veces somos incapaces de percibir… deberíamos decir, con franqueza, lo mucho que necesitamos a esa persona y escuchar lo mucho que ella nos necesita…
Deberíamos, si, reblandecer nuestro corazón, para poder saborear esas sensaciones de felicidad y de dulzura, para saber, es cierto, que lo tenemos recubierto de rutina, que tenemos que cambiar el producto que lo limpie, para que una mirada cómplice, una afable sonrisa, un roce de mejillas, el atisbo de un sentimiento de ternura nacido de la nada, nos muestre la evidencia de que, en origen, nuestro corazón era sensible, sensitivo y con capacidad de emocionarse…
Yo sé, lo reconozco, que hoy no me ha salido un artículo al uso: esto es un desahogo, y pido humildemente perdón por ello, pero, pacientes lectores, ¿no creen que la vida sería aún más insoportable sin corazones que hablen?
Antonio Poyatos Galián.