A veces me paro a pensar sobre la realidad de la existencia de los seres humanos, e intento contestarme a mi mismo sobre lo que realmente somos, ahora que este mundo nos ha convertido en envoltorios con solo humo en su interior y en el que cada uno “fabrica” su perfil de cara a los demás, ocultando su realidad.
Vivimos inmersos en normas, esfuerzo, tormentas, pasiones, fracasos, vuelcos del corazón a cada instante, fisuras abiertas a las que no paramos de echarle sal… cuando en origen éramos un futuro que quedó atrapado, casi siempre, en la desidia, en la tibieza de un cuerpo degenerado a causa de “los otros” y que han hecho de nosotros lo que realmente somos, dejando pasar nuestra vida entre liviandades, sin haber saboreado lo importante de lo que pasaba junto a nosotros.
Somos lo que amamos en silencio, somos lo que soñamos, somos lo que olemos y lo que sentimos, somos lo que suspiramos, somos ese destello que va menguando a medida que pasan los años y las arrugas se oprimen contra nuestro lánguido cuerpo. Somos ese aire huracanado y enloquecido a los quince años y apenas somos un eructo a los sesenta y siete. Y al final de nuestra vida solo seremos un hilo del aire exhalado unos segundos antes de morir…
Somos lo que pensamos, aunque la mayor parte de nuestra vida malgastemos esos pensamientos por aquello del “que dirán”. Somos nuestros anhelos, somos nuestras ambiciones y nuestra soberbia y nos creemos tan importantes que no tenemos tiempo ni para decir a nuestros seres queridos lo mucho que los queremos, ni para agradecer ese cariño cercano de quien realmente nos quiere.
Deberíamos ser voraces para intentar tener en nuestro interior un poquito de cada uno de nuestros próximos, dejando a un lado lo superfluo del gasto de nuestro tiempo, ya que, a fin de cuentas, la vida no es mas que un gigantesco esfuerzo que nos llevará a un final sin salida y sin estrés, convertidos, eso sí, en un organismo, en un ente, del que todos hablarán bien. Deberíamos meditarlo.
Antonio Poyatos Galián