En esta pandemia del virus del miedo se impone como nunca antes la censura, la autocensura y un criterio de lo social y políticamente correcto en el que se ha instalado la gente, a pesar de las protestas de taberna. He constatado que el miedo es una mercancía que se vende bien, y que, junto al quimérico concepto de Estado de Bienestar, es producto por el cual la práctica mayoría de los humanos, y más en concreto, mis conciudadanos, pagan su precio en libertad.
Y también he constatado que salir de esa dinámica es muy difícil porque se ha impuesto un régimen dictatorial policial basado en la idea de que todos deben vigilar a todos para que no haya desvíos, por el bien de todos. ¿Es por el bien de todos?. Por el mío, desde luego, no lo es, y me resulta hasta divertido recibir cogotazos por todas las esquinas, incluso de quienes he tenido como próximos, aunque es sabido que tengo mal carácter, y peor perder, y que cualquier tipo de coacción, llamada de atención o conminación para que me meta en el redil por parte de alguien lleva aparejada la inmediata sanción por mi parte de apartar de mi lado a quien se lo permite. Vivo, observo, opino y me aíslo de quienes no me convienen. No estoy en posesión de la verdad, no lo pretendo, pero mis opiniones, que son eso, precisamente, opiniones, expresiones de mi punto de vista sobre los diversos asuntos que acontecen a mi alrededor, son tan válidas como las de cualquiera, como las de la masa, las de las mayorías.
Y mi reciente exposición sobre la inutilidad de tener unos representantes que no pueden tomar ninguna iniciativa, ni son libres de expresar sus puntos de vista, de defender los intereses directos de sus representados, que ni tan siquiera conocen sus demarcaciones y que tienen que seguir la voluntad de sus partidos por encima de todo, ha provocado críticas y censuras. ¡Yo insisto en lo que manifesté aunque haya podido ser censurado y denostado!, y seguiré sin votar porque a mí no me vale aquello de que la abstención sea favorecer a nadie, ni que sea calificable como incívica. Muy por el contrario pienso, defiendo y proclamo que la única forma de romper con la injusticia que supone el abuso de poder y el totalitarismo de la pseudo democracia es llevar la abstención al extremo y manifestar con ello la escenificación del divorcio de la ciudadanía con el sistema, imponiendo un cambio.
Sentada esa premisa, debo señalar que me declaro firme seguidor de Antístenes, quien proclamaba el desprecio por la aprobación colectiva de los actos propios, la huida del aplauso y la adulación de la sociedad, hasta el punto de considerar un bien preciado, una virtud, incluso, el gozar de impopularidad, de una cierta mala fama algo que ya su maestro, Sócrates, ya había apuntado. La “eudoxia”, la buena fama era, y sigue siendo, en gran medida el fruto alcanzado por un empeño de deslumbrar, por un afán competitivo de destacar a cualquier precio y sobre cualquier valor, algo que le resultaba reprobable al filósofo pero que la sociedad aceptaba y aplaudía, como lo hace ahora.
Alcanzar sabiduría, conocimiento y virtud eran para Antístenes el fruto de un determinado temple de ánimo que de la acumulación de conocimientos, y fundamentaba en la “autarkia”, la autosuficiencia, el eje de la moral. Vivió unos momentos duros, de crisis política y social, de decaimiento de valores, algo semejante a los tiempos que nos han tocado vivir, y ante tales circunstancias optó por cultivar un tipo de vida austera, mantener una existencia solitaria, alejado de las multitudes, y con ello, ajeno a halagos y censuras, cultivando su propio espíritu mediante el estudio, la búsqueda del conocimiento, el aprendizaje filosófico. Por ello se aisló lo que pudo, tuvo muy escasos seguidores – (yo no aspiro a tener ninguno) – y muy pocos amigos, entre los que promovió su idea de que la filosofía otorgaba el enorme beneficio de poder comunicarse con uno mismo, una necesidad que también resulta esencialmente actual, dado que esa comunicación personal con el ser interior es la llave del autoconocimiento.
Antístenes fue crítico con el sistema político de su época, atacando la democracia a causa de la irresponsabilidad del pueblo, de la demagogia de los políticos y de la ausencia absoluta de criterios meritorios a la hora de elegir los cargos… Esto en la mítica democracia ateniense, que ya se caracterizaba por los mismos desvaríos que en los días que vivimos, siendo absolutamente actuales sus argumentos. Pero no por ello eludió sus deberes cívicos, no mantuvo esos comportamientos anti sociales de los que se señalarían históricamente como sus seguidores. Se le atribuye haber dicho sobre la política que “Hay que acercarse a ella como al fuego, no demasiado, para no quemarse, ni apartarse mucho, para no helarse”. En nuestros días no se quiere recordar a este filósofo de la edad de oro clásica, que no eludía hacer sus comentarios ni en público ni en privado porque no se sentía afectado por la opinión que de él pudiesen tener los demás, decía lo que tenía y debía decir sin buscar el reconocimiento público, aunque siempre con una ironía que pudiera ser mordaz pero nunca agresiva ni antisocial. Sentirse identificado con Antístenes resulta en gran medida reconfortante, y mucho más si se encuentra en él una base, un fundamento y antecedente del propio pensamiento, de la propia idea sobre el ser, sobre el individuo, y sobre la sociedad. ¿Acaso en los días que corren no se puede decir lo mismo que el censuraba de la democracia, a la cual, personalmente, le dirijo los mismos reproches y le tengo la misma escasa simpatía por los mismos motivos? ¿acaso no se puede existir sin el reconocimiento de la gente, de las masas, del populacho amorfo?, ¿Acaso no estamos capacitados, a poco que se tenga un mínimo de capacidad para reflexionar, para practicar esa “autarkia”, esa posibilidad de bastarse a uno mismo en un clima de sobriedad, austeridad y desapego?
Mis primeras reivindicaciones escritas del pensamiento de Antístenes y de mi adhesión al mismo datan de tiempos lejanos, de algún artículo que en su día publiqué en otro lugar, en otro país, hace ya más de una década, cuando también me atrevía a señalar que se avecinaban tiempos muy duros, extremadamente difíciles. Entonces ya indicaba que habría mucha gente, que serían muchos los que se verían sobrepasados por las circunstancias, fundamentalmente todos los que van a favor de la corriente, los absolutamente complacientes con el sistema, los que no se dan cuenta, en definitiva, que, al final, la corriente que siguen llegará a un mar donde que les ahogará.
Como Antístenes, defiendo la individualidad, proclamo la necesidad de que se acabe de una vez y para siempre con esa fantasía que ha supuesto desde su consagración dogmática el concepto de democracia. No puedo aceptar que la democracia sea el menos malo de los sistemas cuando la historia ha demostrado su deriva a sistemas corruptos y castrantes en los que el individuo muere en manos de la colectividad y en el que se iguala a todos bajo el criterio de lo vulgar, de lo mediocre. La democracia actual ha generado una situación parecida a aquella en la que Antístenes desarrolló su existencia: una sociedad decadente en la que la molicie, la falta de valores y la admiración por seres parásitos y absolutamente estériles llevaban a marchas forzadas a la aniquilación colectiva, como en su tiempo, hoy no alcanzan los puestos de responsabilidad quienes más méritos tienen sino quienes más adulan y babosean en torno a los centros de poder político, los partidos y sus líderes. Y sé que me arriesgo al dar a conocer estas ideas a la misma marginalidad de la que el filósofo fue objeto, pero como él la aceptó gustoso y encantado. Seguramente lo que yo piense y diga no le interese a nadie, incluso se podrán tachar mis palabras de disparatadas, arriesgadas y peligrosas: ¿Cómo se puede decir que la democracia que conocemos es una perversión filosófica, moral y política? ¿Cómo se puede atrever alguien a sacar la cabeza del cómodo pozo en el que vivimos alienados y decir que el prestigio y el reconocimiento social son un mal desechable y del que se ha de huir?. Pues he aquí que lo reitero y lo asumo.
¿Acaso alguien que tenga una mínima tentación intelectual, una formación básica, una capacidad racional mínima, puede contentarse con la visión de nuestra sociedad actual? ¿Acaso el miedo a perder esas cotas de confort y bienestar justifica la complicidad con la destrucción del individuo y sus valores, justifica la muerte de la libertad?, ¿Acaso el miedo inoculado a través de todos los cauces informativos ante una enfermedad como tantas otras que han azotado a la humanidad puede ser tan demoledor como para paralizar el pensamiento individual y colectivo y no preguntarse masivamente las causas y pedir explicaciones por tan abusivo y denigrante expolio de las libertades?
Por lo que a mí respecta, estoy dispuesto a convertirme en más marginal aún de lo que soy, puesto que mi razón es mi ley, y mi conciencia me impone la obligación de manifestar mi pensamiento, ese que a nadie le interesa. No tengo miedo de la masa ni de sus dignatarios, no temo a la represión, puesto que, además, soy consciente de que vivo en un entorno en el que la libertad ha muerto y los individuos se han adocenado en torno de sectas y dirigentes de demagogos que ni tan siquiera tiene clase, estilo, caché. No puedo aceptar sin más que la individualidad y el cultivo de la excelencia se disuelva como un azucarillo en el magma de la decadente homogeneidad impuesta por una concepción farisaica del hombre y de su entidad social en beneficio de unos objetivos repugnantes.
M. Alba