Pocos son los que he conocido en mi peregrinar por la vida que hayan sido capaces de asimilar su cotidianeidad, en cierta medida porque, como señalase el insigne, y no ajeno a la polémica, historiador argentino Jose Luís Romero, “ el hombre suele estar tan sumergido en la atmósfera de su propia época que le es difícil apartarse, buscar la altura desde donde la perspectiva sea suficiente y contemplarla con ánimo crítico como para establecer sus rasgos dominantes y sus caracteres particulares. Quien está sumergido en cierta atmósfera, se compenetra con ella.” Y si he señalado que esta afirmación acotándola de modo relativizador y parcial a esa cierta medida es porque esa inmersión en la época no es en realidad tal, porque tampoco lo es esa compenetración.
Asimilar la cotidianeidad supone tomar clara consciencia de la misma, de ese vivir del día a día en un espacio, en un determinado lugar y en un tiempo concreto, y ello requiere un mínimo de capacidad de la que el hombre masa carece porque en el transcurso de los más recientes pasados siglos ha ido perdiendo todo el espíritu crítico que poseía el ser humano en el pase infame a la deshumanización, a la colectivización. No puede haber compenetración con la época desde el momento de que se produce lo que podríamos llamar la inconciencia colectiva de la propia época, desde que se materializa una absoluta mimetización, homogeneización, en el seno de unos pseudo valores generadores de complejos que si bien empiezan a fraguar antes, en torno al siglo XIV, toman un impulso imparable a partir del llamado Tercer Estado. Esa mal llamada vitalidad que a partir del siglo XVIII adquiere una humanidad que cae en manos de un sistema en el que ya se pone en dudas, desde dentro del propio sistema el futuro que podría tener unas sociedades en las que la industrialización habían desocupado vertiginosamente el medio rural, concentrando en el entorno de las grandes ciudades industriales una población que crecía ante las perspectivas de acceder a una existencia más acomodada pero que chocaba con el indiscutible óbice de que a mayor progreso maquinista menor era la necesidad de mano de obra, ese mal llamado progreso hizo surgir situaciones y sentimientos enfrentados que hoy parecen novedosos. Asimilar la cotidianeidad debería haber sido no haberse en manos de un nuevo sistema siguiendo los cantos de sirena de eso que se llama progreso y desarrollo y haber ejercitado el espíritu crítico que farisaicamente vendía la filosofía del momento, haber evaluado los pros y los contras de la nueva situación. Y ya en aquellos albores del siglo XIX se empezaría a percibir como errático el camino, y surgieron preocupaciones como la que hoy es una de las mayores fuentes de controversia: Se objetivaba un desequilibrio que hoy se configura con total virulencia cuando se hacen públicas las opiniones de personajes del presente, procedentes de diversos estatus sociales pero sobre todo asociados a lo que se ha convertido en pensamiento globalista y el poder factico. ¡No, no se engañe nadie: en 1798, de forma anónima, se publicó el “Ensayo sobre el principio de la población en lo que afecta al futuro progreso de la sociedad”, y su autor, Thomas Malthus, considerado como uno de los padres de la economía moderna, planteaba el problema de la sobrepoblación y la necesidad de limitar su crecimiento!. El maltusianismo es como se conoce en el presente al pensamiento que defiende frenar el crecimiento de la población y es algo que se abre paso en ese mundo del progreso y el desarrollo.
La cotidianeidad nueva, que se aceptó sin menor espíritu crítico, era la del cambio de la vida rural por el hacinamiento en los suburbios de las grandes ciudades y la vida social del individuo se limitó al camino entre su casa y el trabajo, si es que lo tenía, con estación en la taberna, y a esto se le tuvo la osadía de llamarlo avance social, progreso en la dignidad humana. Y la masa amorfa crecería mientras que el hombre perdía su individualidad, sus valores, sus costumbres y creencias cayendo en manos de la demagogia ejercida por quienes bien supieron manejar los hilos de un sentimentalismo, más bien una sensiblería, multitudinaria que apelaba a falsos valores y falsas necesidades gregarias, a la unión en la cantidad, a la fuerza del número sobre la verdadera racionalidad. El mundo del pensamiento había triunfado logrando imponer una moral utilitarista, pragmática, sin referente más allá de lo que llamaron “la razón”, a la que elevaron por encima del propio ser humano, logrando establecer esa moral sin aspiración de trascendencia alguna, sino, precisamente contra cualquier atisbo de trascendencia, generalizando una conciencia colectiva de pesimismo, a la que contribuyó no poco el catolicismo con sus formas y modos siempre acomodaticios y sus argumentos teológicos a favor del martirio y el sufrimiento.
Lo que empezara Descartes, continuara Kant y siguieran otros tantos, generando corrientes filosóficas que no son más que la elevación a la suma potencia de la vanidad de cada pensador y fenómenos discursivos entre ellos sin ningún tipo de valor en cuanto al tratar de imponer cada uno sobre los otros su parcial criterio sobre la verdad venían a confirmar que ningunos de sus planteamientos podían ser verdaderos, todo ese marasmo filosófico que en lo que si venía a coincidir era en el pesimismo, en la idea de la vida como un castigo, en la visión esquizofrénica de un ser humano al cual se proclamaba libre, igual a los demás y dueño del Universo, a la vez que se le tenía por un ser amargado, arrojado al mundo para sufrir y penar un hombre condenado a sobrevivir, lo culminó Nietzsche con la consagración de su superhombre como ser vaciado de todo condicionante salvo de la una verdad, la realidad material, poniendo en duda, descalificando incluso a la moral al considerarla como interpretación errónea de determinados fenómenos. Ese hombre del nihilismo, que se ha quedado sin Dios, porque se le considera muerto, necesita creer en algo y para ello se le suministraron las ideologías, religiones laicas dotadas de dogmas que prometían a sus fieles, a cambio de una obediencia inquebrantable, el nuevo gran paraíso, el bienestar.
Entregados a la fe de las ideologías, cosificados y obedientes y sumisos a las consignas que pudieron ir expandiéndose con los avances técnicos, con la generación artificial de corrientes de opiniones, siempre siguiendo una dinámica heredada del cristianismo, en la cual siempre hay pastores, buenos pastores que guían y cuidan del rebaño, la masa rebaño siguió a los pastores líderes ideológicos, y cada rebaño llegó a estar convencidos de que sus dirigentes eran mejores que los otros, sin darse cuenta de que todos llevaban una misma dirección. Y prescindiendo deliberadamente de repasar ese nefasto siglo XX, el siglo de la consagración de la mentira, me enfrento a la cotidianeidad de hoy: ¿Acaso no es la misma que aquella del hombre que se creyó el cuento del desarrollo, el progreso, la igualdad, los derechos para todos y acabó del trabajo a su casa pasando por la taberna?.
La cotidianeidad no puede ser analizada ni criticada, ni mejorada, ni vista desde perspectiva alguna por un ser humano que ha llegado al más alto grado de vacío, al grado de no ser más que un número perdido, una herramienta al servicio de un sistema, un ser que a lo sumo puede pasar de la resignación de esa concepción pesimista de su propia existencia a la desesperación de sentirse incapaz de encontrar una salida, ni de abandonar su fe en lo que ha sido un gran fraude, ni de escuchar a los pocos que discrepan… La sociedad del siglo XXI es la sociedad de la consagración de la cobardía, de una cobardía que se ha multiplicado por la proliferación del pánico colectivo, del miedo, miedo a todo, incluso a ejercer el derecho a rebelarse.
La cotidianeidad del momento presente para la inmensa mayoría de la humanidad no puede ser ni asumible, ni analizable, ni pensable, porque la componen seres en estado vegetativo.
Manuel Alba