Mientras saboreaba un rico café, observaba desde mi atalaya a las diferentes personas que ocupaban mesa en la cafetería, y caí en la cuenta de la tristeza que una de ellas reflejaba en su rostro, aún cuando trataba de sonreírle a su acompañante que, insensible a su tristeza, no paraba de soltarle perlas que suponía muy graciosas aunque sólo él se reía, insensible e indiferente a la causas que motivaran la tristeza de la otra persona.
La nueva mentalidad imperante en este desierto espiritual en el que estamos inmersos, aconseja no involucrarnos para nada en las cuestiones de los demás, y mucho menos, involucrarnos afectivamente en aquellas relaciones de las que no se prevé sacar nada en limpio y, pese a que vivimos en un entorno cada vez más interrelacionado, lo ciertos es que nuestro círculo de relaciones auténticas se estrecha cada vez más.
Ya lo dice mi párroco -El Cura Pepe-, en algunas de sus homilías: tenemos que pensar más en los demás, tener empatía con ellos en lugar de criticarlos. Tenemos que dolernos con su dolor y alegrarnos con sus alegrías. Los demás forman parte de nosotros mismos y seríamos más felices si constatáramos, y nos alegráramos de corazón, de la felicidad de los que nos rodean, si veláramos por ponernos siempre en lugar de los otros, de los que están próximos a nosotros aunque no tengamos relación de amistad o de parentesco. Pero, como digo, en este desierto espiritual en el que nos han situado, no queremos oír hablar ni de religiones ni de valores que darían sentido a nuestra vida, dando por supuesto que somos autosuficientes -craso error-, y por ello hemos de caminar en solitario, asilvestrados.
Porque, es cierto que caminamos en un mundo gélido en el que ya no conocemos ni a nuestros vecinos: nuestros contactos con la mayoría de los compañeros de trabajo no pasan del ámbito estrictamente profesional; las relaciones de pareja se asumen como un fast food sentimental y hemos reducido, sensiblemente, el número de personas por las que estaríamos dispuestos a sacrificarnos de verdad… Nuestro campo de acción personal tiende a cerrarse sobre la familia más cercana y sobre un número limitadísimo de verdaderos amigos. Fuera de ese círculo, parece que no hay nada que merezca nuestra atención, nuestro interés, nuestra comprensión, nuestro esfuerzo, nuestra compasión y nuestra ayuda y corremos desaforadamente tras el viento de nuestra caprichosa inmediatez, intentando quedar indemnes a todo cuanto pueda siquiera rozar una de nuestras fibras sensibles, si es que todavía nos queda alguna.
Sí, amigos lectores, creo que tratamos a muchas personas -demasiadas tal vez-, a través de la frialdad de las redes sociales, pero son muy muy pocas a las que consideramos algo verdaderamente nuestro, cómodamente instalados, como estamos, sobre un mullido sillón de relaciones superficiales limitadas a unas determinadas cuestiones, sobre todo indoloras, producto de esa malsana indiferencia con que nos tratamos en nuestro día a día. Deberíamos, sinceramente, comenzar a cambiar nuestra indolente actitud, ya que sin ello, sin ir todos juntos de verdad, no hay civilización posible… y a eso vamos actualmente.
Antonio Poyatos Galián