¡Si lo digo yo vale, por supuesto!, pero la prensa se hace eco estas últimas jornadas de la visión pesimista sobre Europa de Emmanuel Macron y eso ya es otra cosa. Que el Presidente de la República Francesa diga lo que se ve venir desde hace años va a misa y causa preocupación, aunque no diga nada nuevo, nada que cualquier observador objetivo de la realidad que le rodea no haya tenido ocasión de vislumbrar, de prever e incluso de decir sin que nadie se haya hecho eco de sus palabras, sino, más bien, haya sido víctima de la crítica o de la burla en los peores casos.
La fe ciega en la Europa institucionalizada en esa entidad cuya vocación de alcanzar la supranacionalidad no ha llegado a superar el grado de la tentativa, como es la Unión Europea, surgida de aquel Tratado de Roma de 1.957, y la extrema confianza en la Organización del Tratado del Atlantico Norte, la OTAN, bajo el amparo del manto protector del gran amigo y aliado: los Estados Unidos de América, se resquebrajan desde hace mucho tiempo. Macron ha declarado al “Economist”: «Europa desaparecerá si no se piensa y afirma como potencia, víctima de una fragilidad extraordinaria» , pero no es nueva la situación y humildemente, quien suscribe le ha dedicado páginas y páginas a esta evidencia, yendo aún más allá, porque esa fragilidad comienza desde que la parte occidental de Europa se entrega de modo suicida en manos de los norteamericanos, se deja invadir por su modo de civilización, por su sistema de vida y hasta sus más mínimas peculiaridades de tal modo que se imponen las peculiaridades identitarias del gigante americano desde en las formas de vestir hasta en la alimentación de los ciudadanos.
Embarcados en la pretensión de una Europa unida, con el iluso objetivo de superar las fronteras geográficas y mentales, las nacionalidades, y volver a un gran espacio común a modo de un gran Estado de ciudadanos Europeos, a la vez gran parte de los Estados europeos se embarcarían, con otros miembros extracontinentales en la OTAN, el gran proyecto defensivo patrocinado por los Estados Unidos de América, la poderosa máquina de guerra y de defensa de la que el Presidente Macron dice en su entrevista en el “Economist”: «Estamos viviendo la muerte cerebral de la OTAN. Debemos clarificar cuales son las finalidades estratégicas de la OTAN. Europa debe dotarse de la capacidad militar indispensable para afirmar su autonomía estratégica». ¿Acaso no era de esperar que llegase este momento?, mejor dicho. ¿No llegó este momento hace ya tiempo?. Evidentemente la muerte cerebral de la OTAN se produce cuando se pone en duda el liderazgo americano, cuando los aliados empiezan a oponer reservas a las políticas de actuación del que otrora fuese llamado “el vigía de Occidente”, cuando empiezan a limitar sus presupuestos en materia de defensa o a no apoyar directamente determinadas acciones, y por otra parte, los norteamericanos comienzan a reclamar mayores implicaciones y más inversión económica para el sostenimiento de la OTAN.
«Europa debe afirmar su determinación estratégica, militar, cuando la OTAN está en la agonía. No existe ninguna coordinación estratégica con EE.UU. Asistimos a las agresiones consumadas por un miembro de la OTAN, Turquía, en una zona donde están en juego nuestros intereses estratégicos». Macron, en esa entrevista se rasga las vestiduras por algo que no es novedoso, y pretende, nada menos, que embarcar a la maltrecha y quebrantada Europa en un proyecto de defensa común, una especie de “EURO-OTAN”, sin reparar en el momento en que vivimos.
Ciertamente, la falta de coordinación con Estados Unidos es un factor determinante del actual estado de cosas, pero no solo en materia de defensa, puesto que nadie ha querido ver, a lo largo de los años, que a los Estados Unidos la Unión Europea no le ha interesado jamás, pues ha supuesto un foco de competencia para su economía marcadamente proteccionista, y si pudo mostrar cierto interés fue en los tiempos en los que la componían un pequeño número de países y existía un bloque comunista liderado por la extinta Unión Soviética. Después de aquellos días una Europa consolidada y fuerte se convertía en un peligro para los intereses americanos. Pero la falta de coordinación interna en Europa es el mayor inconveniente y el más letal disolvente de cualquier proyecto común.
Nunca se ha formado en europeos a la ciudadanía, siendo la tendencia totalmente de signo contrario, fomentándose el particularismo, el hecho diferenciador, el nacionalismo, y lo vemos en España de modo particular, pero no solo aquí, no es un fenómeno exclusivo que nos afecte sino que se ha vivido y se da en otros lugares del continente, de tal modo que nadie siente un proyecto común como europeo, nadie se siente ser europeo y los flujos y reflujos de corrientes ideológicas en los distintos países ofrecen perspectivas cada vez más enfrentadas sobre la idea de esa Europa común. Es evidente que esa Europa pretendida desaparecerá porque no se podrá afirmar nunca como potencia, y que su fragilidad es extrema, y que esa fragilidad sería absoluta si pretendiese hacer en estos momentos ese esfuerzo defensivo que pretende Macron porque, entre otras cosas, el gran amigo y aliado americano le daría la puntilla. ¡Nada más opuesto a los intereses de los Estados Unidos de América que la debilitada Unión Europea tratase de establecerse por su cuenta en materia defensiva!
El caso es que hubo una Unión Europea en la Historia, que ya ni se recuerda, con sólidas raíces, basada en unos principios que no están de moda ni son políticamente correctos. Era el Sacro Imperio que en tiempos medievales poseía la capacidad moral basada en fundamentos espirituales de aglutinar a su alrededor a todos los reinos de Europa, bajo un poder de origen suprahumano. Aquella institución convocaba a empresas y objetivos comunes y tuvo pleno vigor hasta el siglo XI. Sería con ocasión de la intervención de un Papa, de cuyo nacimiento han de cumplirse mil años el próximo 2020, Gregorio VII, quien quebraría aquella equilibrada institución, aquella Unión Europea medieval, reclamando para la Iglesia todo el poder espiritual y material. Siguiendo una pretensión de otro Papa, Gelasio I, un argelino que trató de hacer lo mismo en el siglo V, Gregorio VII, elegido pontífice en 1,073, de manera irregular, contra las normas establecidas en el concilio de Melfi impuso unas normas en su famoso “Dictatus Papae” que se pueden resumir en tres criterios:
1. El papa es señor absoluto de la Iglesia, estando por encima de los fieles, los clérigos y los obispos, pero también de las Iglesias locales, regionales y nacionales, y por encima también de los concilios.
2. El papa es señor supremo del mundo, todos le deben sometimiento, incluidos los príncipes, los reyes y el propio emperador.
3. La Iglesia romana no erró ni errará jamás.
Desde aquellos días, 1.075, tiempo de la llamada Querella de las Investiduras, la Iglesia asumiría poderes temporales y el dominio de Occidente, con las consiguientes controversias y consecuencias. Hoy, con las diferencias de intereses que las partitocracias existentes en cada país, en cada región, en cada ciudad, en cada pueblo de Europa mantienen, estén gobernando, o aspirando a gobernar, las colectividades ciudadanas sugestionadas y convertidas en masas que se individualizan para votar y poco más, sin grandes proyectos comunes que ilusionen, que produzcan un interés a escala continental, a esas masas que, además, no tienen el menor interés, por desconocimiento, en Europa, la alarma de Macron llega tarde y su pretensión de organizar un ejército continental es imposible, inviable y absurdo.
Manuel Alba
8 de noviembre de 2019