Lo que está pasando es más que sabido, lo que está por venir se vislumbra en el horizonte… Y la verdad de lo cotidiano nos lo está poniendo ante los ojos aunque no se quiera ver y se mira para otro sitio. De hecho salimos a la calle, felices y contentos porque nos han agraciado con un grado de libertad y nos han soltado un poco la cadena; en ella podemos comprobar una realidad indiscutible: ¡Nada es como antes!. Ya que se ha recuperado la droga hipnotizante nacional, el futbol televisado, no se llenan los bares para ver el partido, ni tampoco se llenan esas mesas de las terrazas, medidas y distanciadas: ¡No se sale como antes!. Tampoco se compra como antes ni se sabe cuándo recuperaremos el ritmo de vida del ayer.
La pandemia del miedo triunfó para regocijo y beneficio de unos e infortunio y desgracia de los más, y ese, en verdadero virus, el del miedo, nos ha devuelto a un pasado que yo no llegué a conocer, afortunadamente. El miedo se ha extendido por el planeta causando más víctimas que un virus que, por mucho que nos empeñemos, y por muy escandalosas que sean las cifras actuales, no llega a tener la repercusión letal de otras epidemias, relativamente recientes, o incluso presentes en el panorama de algunas partes del planeta, como es el sangrante ejemplo de Africa.
El miedo ha hecho que sin pensarlo dos veces se haya cedido prácticamente toda la libertad a los dirigentes gobernantes, y en el caso concreto de España, ha servido para avanzar en la toma del poder prácticamente absoluto del Poder Ejecutivo. El miedo ha obligado a callar, y por ende, a otorgar, y solo unos cuantos se permiten elevar la voz y clamar y predicar en el desierto…¡Para nada!
Ya está relativizado tan absolutamente todo que el hombre indignado también lo es relativamente, hasta el punto de limitar su rebeldía al pensamiento, sin tener la mínima intención de dar el paso a la acción. Los tiempos se han llevado un tipo de ser humano, del que quedan unos cuantos, no muchos, esparcidos por el mundo, han fagocitado al hombre, al ser humano thymótico. El «Thymos» es algo inherente a la tradición occidental y consiste en la voluntad, el orgullo y el sentimiento en hombre, y no se refiere a una lucha cualquiera ya que el ámbito de lo «thymótico» viene referido al celo, al cuidado de la propia dignidad y de la dignidad de los demás, al punto que esa voluntad, ese sentimiento de lucha supera su propia existencia física y le lleva a enfrentarse a una batallón de soldados, o, como el caso de aquel ya mítico joven ciudadano chino de la plaza de Tiananmén que se puso delante de un tanque.
En su ensayo que titulado “¿El Fin de la Historia?”, el norteamericano Francis Fukuyama, precisó que la caída del telón de acero suponía un momento en el que se marcaba el comienzo “del punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”. Era el punto de partida del final de la Historia. No ha sido así, y de hecho no hemos ido aproximando a marchas forzadas a la generalización de un arquetipo humano cada vez más semejante al del último hombre que perfilase Nietzsche. Y así, en todos los países del antiguo Occidente se ha generado la «isothymia» donde cada ser humano, devenido en número, bajo los postulados más que dudosos del dogmatismo democrático de poseer todos los mismos derechos, las mismas oportunidades y una libertad garantizada, se ha instituido a sí mismo como un hombre «absolutamente satisfecho» que, en definitiva, no es más que un hombre domesticado.
Este hombre no es, no quiere ser, ni más ni menos que nadie y confía en un sistema con tal fe que no le importa que se le mienta, pues todo lo que se hace, incluso lo que se le hace padecer es por su bien y por la salvación de su supuesto bienestar, de su hipotético bienestar material, ante todo y sobre todo, gracias al servicio de la tecnología, deposita su confianza y elude su responsabilidad en manos de esos dirigentes políticos a los que, a lo sumo, critica en voz baja. Si, se ha perdido, porque el sistema así lo ha programado, y los humanos lo han aceptado, ese ser humano thymótico, se ha transformado, según la palabras de Erick Colt Harker M., “en hombres serviles sin amo creyendo ser libres e iguales, estériles intelectualmente hablando e incapaces de crear obras artísticas con un sentido y forma profundamente significativos”.
¿Y la dignidad? ¿qué es eso?. Los humanos modernos son cada vez quieren creerse menos desiguales aunque la desigualdad se vea más destacada cada día, sobre todo en países como España, o muy especialmente en España, donde la que un día fue una clase media ascendente se ha ido consumiendo a velocidad de vértigo y a base de ser el pozo del que se ha extraído todo el jugo a través de sistemas fiscales y sociales demagógicos, y a la que se pretende exprimir aún más. Un sentimiento superficial bienestar en caída picada y una igualdad protagonizada por el descenso a niveles de pobreza son la realidad social que se enfrenta a otra que no se quiere ver, en la que no se quiere pensar y que no es otra que la desigualdad comparativa y proporcional de quienes ostentan la hegemonía económicamente o los que concentran el poder político. ¿Dónde está la dignidad?….
Nadie quiere reconocer que la democracia liberal fracasó y ya no existe, hay otra cosa, un maridaje extraño que vicia los ambientes, y en el que otro tipo de ser humano, el «melagothymitico», campa a sus anchas. Este está detrás del nacionalismo, del populismo, de la elevación de la política a categoría de religión dogmática, y supondría el declive generalizado de la izquierda en el mundo en cuanto es el prototipo del melómano con ambiciones totalitarias. Este tipo de personas son las que hoy dominan y gobiernan España y por mucho que haya quien piense que tienen corto recorrido, la práctica demostrará que es posible que no sea tan corto y, de cualquier modo, los efectos letales de su paso por el poder serán irreparables. Aquí hay algo indiscutible: reina la confusión, el miedo y la incertidumbre y la razón está en que esas ansias de Poder absoluto de los gobernantes debe obedecer a intereses ajenos a ellos.
Frente a ese planteamiento de Fukuyama sobre un fin de la Historia de hombres domesticados y conformistas en manos de tecnócratas y cada vez más diferenciados de los que poseen el poder económico y político, hay otra variedad: Hubo quien también escribió un “Fin de la Historia” desde otra perspectiva: Alexander Kojève , el pensador franco – ruso que no se identificó con el Mayo Francés de 1.968 y que decía que no había revolución porque “no hay nadie muerto o nadie quiere matar”. Este marxista – hegeliano señalaba que ese momento de fin de la Historia surgiría con la implantación de una síntesis de socialismo y capitalismo. ¿Tal vez el sistema que impera en China?. ¿tal vez ese Nuevo Orden que la globalización impone? ¿Tal vez ese sea el experimento frentepopulista español?. Esto último me resulta difícil creer.
Lo cierto es que en España no hay hombres thymóticos, y si una masa en la que impera la isothymia, que mantendrá su estado conformista y seguirá el ritmo que le impongan desde el Poder los melagothymiticos, en una inercia que avoca al final no de la Historia, sino de nuestra Historia, y contra lo que parece imposible que se pueda reaccionar. Todo se cree y todos se dejan convencer, incluso viendo las calles desangeladas, las gentes uniformadas y atemorizadas, la forma abrupta, bestial y sin demasiado sentido en que ha cambiado lo cotidiano, escuchando hasta la saciedad, y pensando que es real, que es lo peor, el mantra de la nueva normalidad, como si pudiera haber pluralidad de normalidades en nuestra existencia.
Contentos, con la cadena más sueltecita, salimos sin preguntarnos el porqué del por qué y aceptamos, admitimos unos conceptos de bien y de mal que no son ni los nuestros, ni nos corresponde asumirlos, nos atemorizamos, porque es eso y de eso se trata, de reconocer quienes somos y que somos, hasta el punto de empezar hasta a disculparnos, pedir perdón por ser españoles, europeos y mayoritariamente de unas características raciales que no son ni más ni menos que como las demás, aceptamos culpas como si hubiésemos hecho algo mal, al igual que aceptamos la opresión y la perdida de libertad como lo más normal del mundo.
¿Hay que conformarse?
MANUEL ALBA