Los días de nuestra vida política son incomprensibles y las conclusiones que se sacan de cualquier manifestación de esos líderes de cartón piedra que se prodigan en entrevistas y expresan sus opiniones y sus pretensiones hacen que uno se quede totalmente paralizado.
Y hoy me ha dejado así el Sr. Alcalde de Madrid, Sr. Martínez Almeida, al recordar en unas declaraciones a la Sra. Alvarez de Toledo, ex portavoz del P.P. como es la dinámica interna de un partido, manifestando a Dª Cayetana que ya debería saber hasta dónde puede llegar un diputado de base.
Y para mí, sin darse cuenta, el Sr. Martínez Almeida ha dejado meridianamente claro, dando en el clavo, la utilidad de un diputado “de base”, algo que comparto plenamente: De nada más que para hacer bulto y número. Ciertamente, la función del diputado, y del senador, de base es de mero figurín que muy en contra del sentido que tendría que tener, pues su función como representante popular está reducida a seguir la dictadura de la maquinaria de su partido, sin oír la voz del elector.
El elector, en efecto, deja con su voto nada más y nada menos, a unos representantes, que ya el sistema impone que vengan avalados por los partidos. La propia Constitución, en su artículo 6, ya pone en el disparadero al propio sistema al consagrar el papel de los partidos en la exclusividad de la vehiculización representativa, siempre que su estructura sea democrática, algo fuera de toda realidad. El elector escasamente conoce al elegido, incluso llega a no conocerlo, pues está incluido éste en unas listas cerradas, elaboradas por los propios partidos y en las que se incluyen con frecuencia personas ajenas a la demarcación electoral donde el ciudadano ha de votar, personas a las que hay que garantizarle el escaño por intereses políticos ajenos al interés ciudadanos.
El sentido de la representatividad se fundamenta en que los electores elijan a quien los representen y ello debería exigir una vinculación, una cercanía, que en nuestra realidad no se da. El diputado, el senador, rara vez acude a su demarcación al lugar, a la provincia que los eligió. No hay una relación del político elegido con sus votantes, y no la hay porque no es precisa: en la Partitocracia, una vez obtenido el voto, el elector no sirve para nada, no interesa su opinión, no puede controlar a quienes ha elegido, y el votado solo se debe a unas rigurosas disciplinas que imponen los dirigentes de los partidos, quienes pactarán entre ellos, harán coaliciones, alianzas y componendas absolutamente al margen del electorado: ¡Se vive en una absoluta dictadura de los partidos en la cual, sea desde el gobierno, o sea en la oposición, el ciudadano votante no interviene en absoluto! En todos los ámbitos políticos, en todas las administraciones, en todos los órganos representativos son los paridos quienes imponen sus voluntades y expresan sus ambiciones por encima de cualquier otro criterio.
El Sr Martínez Almeida lo ha dejado claro: ¿Hasta dónde puede llegar un diputado de base?. Para empezar, no hay diputados ni senadores de base o de altura, sino representantes de la soberanía popular, según se dice en la Constitución y demás leyes, teóricamente son todos iguales sean de la circunscripción que sea. Los partidos, eso sí, eligen de modo poco democrático, a pesar del imperativo legal, sus jefes o dirigentes de filas, sus portavoces en el Congreso y en el Senado, o en las distintas comisiones. Estos, junto con la maquinaria trituradora de cada partido, imponen la disciplina que obliga a los otros. Los diputados y senadores adscritos a cada comisión o actuando en el Pleno han de votar lo que decide el partido aunque sea contra su propia convicción y conciencia, aunque se le esté imponiendo algo que afecte negativamente a la circunscripción que les eligió. ¡No representan más que al partido que los cobija y a los intereses del mismo!.
Esto es lo que ha querido decir el Sr. Martínez Almeida, desde el P.P., pero es la dinámica de todos los demás, es la regla del juego. ¿Se puede creer en el sistema, en un sistema tan absolutamente irrespetuoso con los ciudadanos?
A la hora de votar en una comisión o en un pleno parlamentario, todos los diputados y senadores de un partido votan al unísono, y a quien lleva la contraria lo sancionan. ¿Qué libertad tienen esos representantes y que clase de representación es esta? ¡Máxime cuando la evolución de la tendencia en la población es la abstención, que no es una actitud descabellada ni antisocial sino la expresión del hastío de muchos votantes y que en España roza ya el 50%? …. Este 50% supone que cuando se hacen las cuentas, la representatividad que se expresa en cuanto a escaños de las Cámaras, en los Parlamentos autonómicos o en los Ayuntamientos se circunscribe a ese poco más del 50% de miembros del cuerpo electoral que votan, y eso debería de ser muy preocupante, pero nadie quiere caer en la cuenta de esta realidad.
¡Un diputado y un senador “de base”, como ha expresado el Sr. Martínez Almeida en su reproche a la Sra. Alvarez de Toledo, en realidad ni sirven para nada, ni representan a Cuenca, Ciudad Real, Palencia o Almería: son meros números, al igual que los votantes! ¿Democracia?…. ¡Júzguenlo! .
Suelo decir más en serio que en broma, aunque creo que no lo he escrito nunca, que este sistema representativo podría ahorrarse una buena cantidad de sus presupuestos, puesto que nos podríamos ahorrar los espectáculos teatrales de las Cámaras, los 17 parlamentos de las republiquillas autonómicas y los plenos municipales. ¿Cómo? ¡Es muy simple!
Si tomamos como base el Parlamento nacional y sus dos Cámaras, no tendría que ser necesario ni el Congreso ni el Senado. Ni los 350 diputados y los 265 senadores hacen puñetera falta, siendo amortizables sus asignaciones, sus gastos y sus estructuras. ¿Por qué?, ¡Muy sencillo!: Si las decisiones de las votaciones son al peso, por número, sin posible ruptura de disciplina, se podría organizar todo el sistema del Poder Legislativo habilitando una sala donde quepan los portavoces de los partidos, el gobierno, la mesa de la Cámara y nada más, dejando las sedes grandiosas de las Cámaras y dedicándolas a otra cosa, tal vez parques temáticos.
Y en esa salita, que se puede tener en la Moncloa, o en cualquier otro edificio público, en torno a un café o una merienda, se tomarían las decisiones, se legislaría muy democráticamente y sin tanto aspaviento, de un modo simple, por ejemplo: El Presidente de la Cámara daría paso a las votaciones y entonces el portavoz del PSOE votaría por valor de 120, que son los escaños que ostenta, el del P.P. lo haría por valor de 88 y así todos. ¡Un ahorro sustancial y manifiesto, una demostración de austeridad indiscutible! Y no se quebraría el sistema pues el resultado sería el mismo. ¿Para qué queremos que estén presentes en Madrid, en comisiones o sesiones plenarias, unas personas que no pueden más que votar lo que les mandan, que además dicen representar a Toledo, o a Huelva, o a Alicante o Badajoz, pero son meros números a los que se les exige que aprieten la tecla de voto que le han dicho, y, además, pocas veces se les habrá visto en los pueblos y ciudades de su circunscripción?
Y lo digo más en serio que en broma porque está visto que hay algo que no puedo concebir: diputados y senadores “de base”, como confirma Martínez Almeida. Quitémosles pues de en medio, porque sobran y que se queden los “de altura” votando, discutiendo y actuando en proporción a los votos obtenidos por sus partidos.
Y esto sería aplicable a los Parlamentos autonómicos y a los Ayuntamientos, lo cual supondría una imponente reducción del gasto público y no alteraría en absoluto los resultados .
Manuel Alba