A propósito de un “whastsaap” enviado a los allegados en el que exponía mi predilección por vaguear mirando al techo cuando deseo ejercitar mi deporte predilecto que no es sino el vaguear sin tino ni medida, me han preguntado si eso de mirar al techo requiere de alguna técnica, unas condiciones, una actitud especial, porque para algunos eso de mirar al techo puede resultarle sofocante y angustioso.
Como toda práctica, vaguear mirando al techo requiere una serie de presupuestos e impone ciertas reglas para alcanzar el resultado deseado, para que sea efectivo.
Voy a facilitar de modo condensado unas indicaciones prácticas y fáciles de entender:
En primer lugar se requiere una voluntad, un deseo de vaguear que predisponga a la acción, a acometer la tarea, Mirar al techo con el pensamiento y la mente entretenida con otras cosas produce, efectivamente, angustia e inquietud. Esta voluntad nos debe de llevar al siguiente paso.
El segundo paso es dirigirnos a la cama y tendernos decúbito supino, de cara al techo. Este requisito es obvio, pues si nos tendemos decúbito prono, boca abajo, no veremos el techo e incluso nos podemos asfixiar con la almohada. La cama no tiene por qué cumplir ningún tipo de requisito, y nos valdrá también una chaise longue, un diván, un sofá, una colchoneta o el propio suelo si es preciso.
A propósito de la cama, en caso de ser eso, una cama, recomiendo que sea normalita, común y no una extravagancia como la mía, construida de mampostería y con altura de un metro. No es porque mi cama no sirva para ejercer el vagueo sino porque se corre el riesgo que al caerte de ella, cosa que muchas veces me ha ocurrido, en la plenitud del sueño, te pegues un golpetazo que puede llegar a ser de contundencia y efectos nada deseables.
En tercer lugar, el techo debe ser adecuado… Ha de tratarse de un techo vulgar y corriente, monocromo, un techo vulgar y corriente, comúnmente blanco en su total superficie, aunque no importará que esté pintado de otro color, siempre que sea uniforme. No valen techos con frescos, trampantojos, decoraciones floridas, artesonados de madera ni nada que interrumpa su monotonía. Este requisito es esencial, de tal modo que por mucho que los llevemos una cama a la Capilla Sixtina del Vaticano o a cualquier dependencia de la Alhambra de Granada, no alcanzaremos el objetivo.
Tenemos ya posición, lugar donde vaguear y un techo adecuado. ahora es preciso tomar una actitud no especulativa, por ejemplo, no se debe uno fijar en un punto y expandirlo a modo de representación pitagórica de la fórmula de extensión del Universo, ni tampoco pensar en el punto, la circunferencia y la esfera, tampoco se debe prestar atención a que en el techo haya manchas de humedad, moscas, arañas… ¡Todo eso distrae la mente y saca al pensamiento del contexto del vagueo!.
Tampoco se debe preguntar nada al techo, algo que, además de ser una estupidez, puede hacernos caer en el riesgo de esperar que el techo responda, lo cual será síntoma de la necesidad de acudir a un psiquiatra. Tampoco puede caerse en el error de pensar que es el propio techo el que, sin mediar pregunta, trate de comunicarse contigo, y este es un supuesto que he de aclarar: Si se piensa que techo surge algún conato de comunicación hay que desechar la idea de inmediato: Desde el techo pueden surgir sonidos que o bien se producen por la intensa ruidosidad de los vecinos del piso de arriba, cual es mi caso ya que parece que los de arriba en vez de piso tienen una carpintería, o bien, y en el caso de que nuestro techo esté emplazado en una vivienda individual, adosada o exenta, porque haya bichos entre el tejado y la falsa techumbre de escayola: ratas. Palomas, águilas, cocodrilos, canguros, gatos, becerros o similares. Si nos empeñamos en que el techo quiere hablarnos y descartamos estas posibles causas anteriores se hará indispensable también la inmediata consulta psiquiátrica.
Está claro, por lo tanto que el ejercicio de vaguear mirando al techo impone exclusivamente y sin más el ponerse a mirar al techo sin pensar más allá de eso, que miras al techo sin otro tipo de consideración, sin tratar de aplicar el principio de causalidad de tan manera que tengamos la conciencia clara de que esa actitud de vagueo no establecerá ninguna relación causa efecto sobre nosotros ni sobre el techo.
Se podría pretender plantearme la objeción siguiente: ¿Y si mientras lo miro el techo se me viene encima? .¡Sagaz cuestión de fácil respuesta!: Si se nos viene encima nuestro techo que nadie pretenda que es el resultado de mirarlo porque ya he precisado que no hay relación causa efecto y al techo le importa un rábano que lo mires o no. Quien piense que a fuerza de miradas la techumbre ha cedido por cansancio, vergüenza, pena o desconsuelo, debe de ir, nuevamente lo repito, a consultar con el psiquiatra, porque el techo se cae por defecto de construcción, por mala conservación del edificio, por colapso de la estructura y por todas las razones que un arquitecto puede explicar mejor que yo.
Queda atender sobre la duración del ejercicio de vagueo que constituye el objeto de esta explicación. En este orden, he de responder que la cuestión del tiempo es muy relativa. Partiendo de que el vector tiempo es una creación humana que en la Naturaleza y en el Universo no existen, ni tampoco les sirve para medir nada a los gatos, ni a los escorpiones, ni a los naranjos, por ejemplo y aplicando la ecuación de la Relatividad de Einstein, diré que mirar al techo tiene un ideal casi quimérico en una praxis eterna, pero los techos no son compatibles con los conceptos de eternidad ni de infinitud.
Mirando al techo se puede estar lo que se quiera y lo que se aguante, desde minutos a horas. Yo he llegado a conseguir un récor de seis horas, y seis horas dan para mucho, muchísimo techo. En teoría se podría pasar una vida entera pero no me consta que nadie haya alcanzado tal grado de perfección. Además, lo más común es que la gente pierda la paciencia y manden a hacer puñetas tan benéfica práctica a los cinco minutos de empezar o que se duerman como troncos a causa del aburrimiento.
Manuel Alba
No parece ser preocupante, a niveles generales, de eso que se llama tan estúpidamente del “hombre de la calle” el curso de los acontecimientos por los que atraviesa la Nación internamente y externamente, la absoluta falta de interés y de inquietud por un constante deterioro de la convivencia todos los niveles.
No sé si se trata de un problema de desconocimiento de la realidad, de una cuestión de conformismo y entreguismo amparado en la creencia de que las cosas marchan como se dice, o tal vez sea un estado de desgana, de desidia, de aburrimiento.
Lo cierto es que existe una absoluta irresponsabilidad ciudadana y sobre ella se ha cimentado un mecanismo, un modo de proceder, en el que todo es válido para quienes alcanzan un porción, sea grande o pequeña, del pastel del gobierno de la sociedad, un modo de proceder que es, y aquí nos encontramos con una gran paradoja, criticado en voz baja, censurado en muchas conversaciones del ámbito puramente privado, pero generalmente admitido, con una manifiesta complicidad que se esconde en frases tales como “ ¿Qué más da quien esté si son todos iguales?”, atendiendo al determinismo cruel de señalar al que haya de venir como peor que el que permanece a los mandos de la gestión pública.
El silencio social, la permisividad, la tolerancia a todas las barbaridades que se puedan cometer y que son de público conocimiento debería dar que pensar a los ciudadanos, si es que existiesen ciudadano en el sentido propio del término, debería, incluso, dar miedo, porque no es comprensible que un escándalo tras otro, una mentira tras otra, un acto de nepotismo tras otro, de abuso de poder, de discriminación real efectuada mediante el uso de la Ley, no produzca reacciones en la gente.
Oír noticias, ver noticias, leer noticias, incluso cuando estas vienen edulcoradas, envueltas en el celofán de la mentira y el amarillismo, debería alarmar a las conciencias sensibles, aunque también es preciso preguntarse si quedan conciencias sensibles.
Para mí, y con lo que respecta a mi Nación y mi Patria, términos que no sé si se acabarán prohibiendo de Derecho, pues ya parecen estar proscritos de hecho, el gran problema está en que no hay españoles. Es más, la degradación del término “español” que se ha generado en las últimas décadas ha llegado al extremo de que ser calificado con tal honroso y noble gentilicio es un insulto, un acto de desprecio, algo vergonzante en algunas tierras de España.
Y en ese contexto de dejadez, de permisividad, de que todo valga aunque sea mentira, aunque sea perjudicial, aunque sea ignominioso, las noticias de estos días fluyen sin que haya nadie que diga ¡Basta ya!
La degeneración de España, la devaluación de España no es el fruto de un gobierno podrido y de unas Instituciones que han demostrado ser y estar en razón al servicio y la obediencia debida al partidismo más vil y al personalismo más criminal de los dirigentes. No, la caída de España se debe a la ausencia de un sentimiento patriótico, a la ausencia del sentimiento de ser español, que se fue espantando desde los poderes públicos en aquellos días de la llamada transición.
Hoy se es extremeño, murciano o gallego, pero no español, o en todo caso, se es de manera subsidiaria, primándose el provincianismo más ñoño y patriotero, y se defienden las diferencias entre los territorios de España, apartando lo que une. Bueno, lo que une es un sistema político que a todos les parece bueno, el mejor, y que hay que aplicar hasta el último rincón aunque en el fondo se tenga una clara conciencia de su fracaso.
Cansa oír mentiras y falsedades, tanto por parte de unos u otros, por parte de los que gobiernan, o más bien desgobiernan, y los que se dicen oposición de una manera pertinaz y descarada, en la seguridad de que nadie va a pedir rendición de cuentas.
Hoy se sabe, por lo menos se habrán enterado algunos, los que muestran un interés relativo en lo que pasa y no se entregan a la repulsiva pasión de saber que ha hecho en las últimas horas la hija de una famosa cantante, o si parió la mujer de un torero, o con quien se acuesta ahora el que se venía tumbando con tal o cual esperpento elevado a “personaje mediático” , se sabe que Argelia ha cortado todas las relaciones comerciales con España, que Sánchez quiere enviar unos tanques a los ucranianos que son de fabricación alemana, poniendo así más leña en el fuego, que han muerto más mujeres víctimas de violencia de género, que las bandas de “pandilleros latinos” cometen desmanes con impunidad… Hoy, como cualquier día, la inseguridad crece, la confusión aumenta, la pobreza se incrementa.
Por supuesto nada de lo que ocurre tiene importancia ante los ojos de una legión de políticos profesionales que tienen que conservar sus sillones o ascender, marcándose como objetivo el colocarse en avisperos como la Unión Europea, un ente que está demostrando su inutilidad y su servilismo poniendo en peligro a las gentes de sus países miembros, gentes que, dicho sea de paso, y por una intencionada manipulación, ignoran de hecho para que sirve y no tienen el mínimo interés mayoritariamente en tan peligroso engendro. Un político que no ha sido más que eso lucha por su supervivencia y su estatus, caiga quien caiga, y el bien común, las necesidades ciudadanas, le traen sin cuidado, y en líneas generales, da igual del rebaño que provengan.
Lo curioso es que las gentes los votan… ¿Qué pasaría si la sociedad se abstuviera mayoritariamente? De hecho cada vez votan menos y la representatividad famosa queda más en entredicho, porque se establecen mayorías con razón a los votos emitidos. Votar es un derecho, `pero también una responsabilidad y habría que preguntarse qué ocurriría si en esta España, o en cualquiera de sus reinos taifas la abstención superara el 60, el 75 o el 80% . ¿Dónde se podría sustentar la legitimidad?
Pero aquí da igual, da todo igual, y yo, por supuesto, no tengo razón, por eso no voto e incluso animo a mis próximos a que no lo hagan… Ahora es aquí, en el Sur, donde toca eso de la “Fiesta de la Democracia”, y no creo que España esté para fiestas.
Manuel Alba
La Anciana Torera
Mi madre fue un personaje singular y quienes me conocen desde hace años siempre supieron que mantener una relación de cordialidad, de amistad, con ella, era extremadamente difícil. Era una mujer inteligente, pero más aún astuta, y tenía la facultad de poder cambiar el curso de la historia de la vida de quienes la rodeaban a su antojo.
Peculiar hasta el extremo, consagrada a su madre, mi abuela, como si un voto sagrado las uniese, ambas eran capaz de hacer la vida irrespirable a su alrededor. Una, mi abuela, era lo que llamé siempre, la ideóloga, una señora a la antigua con cierto aire pacífico y vestida de negro, siempre vestida de negro… ¡Igual nació así, vestida de negro!. Mi abuela sabía no dejar vivir a nadie sin que tampoco nadie, salvo que la conociesen muy bien, y fueron muy pocos los que lo lograron, pudiera pensar que de aquella viejecita ennegrecida pudiera surgir el menor resquicio de maldad: ¡Tan prudente, tan callada!. Tan rara, también hay que decirlo, porque en los últimos sesenta años de su vida salió de su casa tres veces, por ejemplo.
Mi madre era su devota y fiel mano ejecutora. La madre ideaba, la hija actuaba, y quien estuviera en la mirilla de su objetivo ya podía darse por fastidiado, eso si, casi sin darse ni cuenta.
¡Qué tiempos y que vida!… ¡Qué vida, sobre todo, la que le dieron a los allegados, especialmente a mí!, y no quiero hacer aquí y ahora un inventario de todo lo que tuve que pasar, sufrir y tragar con la una, la otra y con la parejita porque el transcurrir del tiempo y los años de ausencia de ambas del mundo de los vivos, además de un ejercicio profundo y serio de olvido y perdón, si, perdón, algo muy edificante para sobrevivir sin que los recuerdos penosos del pasado te muerdan tras cualquier esquina, me hacen evocar anécdotas que pudieron ser muy dramáticas pero hoy resultan hasta cómicas.
Mi madre tenía una fachada, una imagen exterior que la hacía aparentar ser la mujer más simpática, agradable y ocurrente del mundo. Reía, cantaba, muy mal, pero cantaba, y se marcaba un baile en cualquier ocasión. Quienes no la conocieron bien pudieron llegar a pensar que era su amiga, o pretender tener amistad con ella, claro está, ¡hasta que se daban cuenta de que era imposible!
Hoy voy a contar una de tantas, una que, además, aconteció en un momento dramático, cuando la ancianidad la vencía y la demencia senil la dominaba, pero, a pesar de todo…
Y es que un buen día me citaron en su casa, en Sevilla, porque iba a evaluarla la comisión de no sé qué cosa para algo que mi padre, quien había muerto poco antes, había solicitado, una ayuda asistida o algo así. Para empezar, aquella solicitud de mi padre era absurda y absolutamente innecesaria porque tenían una posición más que digna, asistidos permanentemente por unas personas que les cuidaban, pero aquel hombre se empeñó en poner en marcha aquellos trámites, pienso que más que nada por fastidiar.
Aquella mañana me desplacé a mi Sevilla natal, a casa de mi madre, sin saber a qué atenerme, porque si se encontraba en un periodo de lucidez era seguro que tendríamos la de San Quintín, porque nunca se mostró hacia mí lo que se dice muy cariñosa. Si estaba en momentos de pérdida de razón la cosa podría ser divertida, tristemente divertida….
Aquella mañana se encontraba aparentemente bien, como siempre, sosteniendo en sus brazos al fiel Tomasito, un gato que más que otra cosa era un tigre de bengala que no permitía que nadie se acercase a ella salvo lo estrictamente necesario. Los cuidadores, personas jóvenes, se encontraban nerviosos ante la visita de una psicóloga y una trabajadora social, temiendo por la reacción de mi madre ante la novedad.
Por otra parte, a mí me habían advertido los médicos que la atendían que a los enfermos de demencia senil o alzhéimer había que entenderlos, seguirles la corriente mientras fuese posible porque vivían en un mundo que para ellos era el real y contrariarlos les hacía sufrir, porque en los momentos de perdida de lucidez, veían, vivían y sentían una realidad distinta. Era duro mantener el tipo en esos parámetros de disparate pero puedo asegurar que con voluntad y paciencia es posible y hace más llevadera la situación para todos.
Bueno, pues llegó la comisión, la psicóloga, la trabajadora social y un joven que nunca supe quién era ni que pintaba allí pero con no muy buen humor…. No me dejaron decirles que no hacía falta el examen, que se renunciaba, porque no estaba mi madre en situación de desamparo ni falta de asistencia. ¿Ellos a lo suyo! Comenzaron el interrogatorio y la joven psicóloga le preguntó cómo se llamaba, tuteándola, por lo que empezó dando muestras de normalidad pero también de su carácter: ¡ Encarnita, todos me conocen por encarnita, pero no la he autorizado, señorita, a tutearme! Ahí empecé a temer lo peor… Pero continuo aquella sesión de lo que fuera y todo se desarrolló, con normalidad, salvo cuando le decía a quien le preguntase que aquello no lo recordaba pero que se lo preguntaba a Tomasito, el gato… segundos después de consultar al felino salvaje daba una respuesta coherente.
Llevaríamos media hora en el asunto, y aquellos profesionales me comentaban que la veían muy normal… Yo les dije que en cualquier momento saltaría la liebre y el caballero de ignorada función me increpaba, me insinuaba que la enfermedad de Encarnita era una falsa y que yo me estaba cachondeando de ellos. Me armé de paciencia y trate de contenerme, alejando de mí el deseo de tomar el bastón de mi madre y ponérselo a aquel cretino de peineta.
¡Pero las cosas son como son!. – ¡Voy a proceder a hacerle a su madre unas pruebas cuestionarios de orden relacional! – Me anunció la psicóloga mientras la trabajadora social apuntaba y el sujeto impertinente me miraba con cara de mala uva. Y procedió aquella buena mujer, haciendo pasar al salón a los cuidadores, preguntándole a mi madre por ellos, por quienes eran, si vivían allí. La respuesta no podía ser más coherente: Eran los muchachos, los chicos que vivían allí hacía tiempo y eran muy simpáticos. Evidentemente eran una pareja de jóvenes que se avenían a la coherente respuesta.
Entonces, dirigiendo su mirada hacia mí, aquella buena profesional preguntó que quien era yo, aquel señor mayor que los otros y con canas, ¿y quién iba a ser yo?. ¡Pues su abuelo Marcos Pérez, padre de su padre!….¡Estaba claro!. Ante mi carcajada el tipo mal encarado se enojó, me dijo que aquello era un lapsus y que no entendía dónde estaba la gracia. Le respondí que la carcajada era por la felicidad de tener yo tan buen aspecto y conservarme tan bien para ser el abuelo de Encarnita. Y siguió la cosa.
Dando lo del abuelo Marcos por un lapsus que no denotaba no estar en sus cabales, va y le preguntan que qué era lo que le gustaba más de la vida familiar, y ella dijo rotundamente : ¡Ir a la plaza!. Para quienes no lo sepan, en Sevilla ir a la plaza se entiende comúnmente por ir al mercado. ¡Claro, ir a la plaza, a comprar ara cocinar, entendieron los visitantes y así se le preguntó!
Y estalló la bomba: ¡ Nooo, a mí me gusta ir a la plaza a torear porque yo toreo, ¿verdad abuelo?!. ¡Ya se armó!, porque le seguí la corriente al ver que se ponía nerviosa y expliqué que mi nieta Encarnita toreaba, y mucho!, ella me preguntó si estaba ya preparado lo de America, la psicóloga me pregunto si iba a llevar a aquella anciana a America, dado que sabía que mi hijo vive en Argentina, entonces mi madre aclaró que no, que iba a America a la temporada, a torear y me preguntó que si ya estaba todo preparado. Y yo, sin hacer ni puñetero caso a la comisión técnica, entable un diálogo surrealista con mi madre en torno a los colores de los trajes de faena y s nos acompañaba su prima Paca, de canarias, que había muerto en 1.938… Después aclaré que yo, el abuelo Marcos Pérez ejercía de apoderado, según mi madre.
Les explique los visitantes que para no hacerla pasar un mal rato o que se alterara, todos en la casa asumíamos el papel que nos tocaba según el mundo de mi madre porque se ponía enferma y agresiva, y que unos días me tocaba ser su abuelo Marcos Pérez, otros un médico que fue muy amigo suyo, a veces su hermano Paco, pero nunca ni su hijo ni su marido, y que los cuidadores también asumían que eran quienes ella decidía que fueran. La pobre psicóloga y sus acompañantes quedaron traspuestos, y acabaron por felicitarme por la paciencia que tenía con la buena de Encarnita.
Con aquella psicóloga tuve trato bastante tiempo porque a veces me llamaba para que contactara con alguien que tenía en casa una persona enferma y se desesperaban por tratar de controlar, dentro de lo posible las situaciones que se plantean.
Indudablemente anécdotas como estas hubo mucho, y cada vez que me tocaba ser un personaje del mundo fantástico de Encarnita, sentía tristeza porque aquella mujer que nunca me pudo ver, porque esta es la realidad sin paliativos, ahora vivía en un mundo onírico, una realidad diferente, y a mí me tocaba ser el personaje de turno de sus pensamientos, de sus sueños y de sus invenciones.
Manuel Alba, abogado en ejercicio