Exposición sobre la historia del vino en el arte, inaugurada en el centro cultural de la Fundación Unicaja.
No resulta fácil escribir sobre algo tan
cotidiano como el vino. La exposición,
que presenta la Fundacion Unicaja, con
la colaboración de la Fundación Vivanco
añade «arte» y «símbolo» en el título y
lo complica aún más. Tres palabras que
han definido la historia de la cultura
occidental. El vino, un ser vivo al que
mata el contacto con el oxígeno. En una
contradicción excepcional. La vida va
siempre asociada de forma inseparable
al oxígeno, salvo con el vino. El arte es
una manifestación exclusivamente
humana. Como la risa. Solo el hombre
ríe y solo el hombre realiza obras de
arte, como dijo Picasso, imprescindible,
pero no sabemos para qué.
Posiblemente convierte al ser humano
en persona. Lo que sea un símbolo es
casi imposible. El símbolo es también
consustancial al hombre. Las propias
palabras son símbolos. Sin ellas
seguiríamos en las cavernas. Y las
posibles definiciones nunca tendrán
aceptación universal. No existen
criterios uniformes sobre arte que sean
universales. El significado de algo en
Europa no encaja con el significado de
eso mismo en Extremo Oriente. Blanco
y negro. Luz y sombra. Sacro y profano.
Ningún Tanizaki occidental ha escrito
un elogio de la sombra. Ni arte, ni
símbolo son términos unívocos
universalmente. Y menos el vino.
Mientras para unas religiones simboliza
una transustanciación en la sangre de la
divinidad en una ceremonia misteriosa y
ritual, en otras creencias el beberlo
constituye un tabú de consecuencias
peligrosas. Divinidad y tabú suelen ser
inseparables.
El vino se convirtió desde su
descubrimiento en fuente de
inspiración para crear obras de arte,
encender almas, vigorizar cuerpos,
exaltar sensualidades, inspirar a
músicos y poetas, ascender a cielos y
bajar a infiernos y llegar a convertir el
asesinato en un arte según Thomas de
Quincey. Belleza y muerte, eros y
tanatós en un solo elemento líquido que
necesita de forma indefectible tres
elementos sin los que el vino no puede
nacer: silencio, penumbra y transcurrir
del tiempo. Silencio de clausura,
penumbra cartujana y el paso de días y
meses lentos, inexorables. Eso es lo que
hemos intentado reflejar en la presente
exposición. Paredes color vino tinto,
luces atenuadas y suelos color corcho.
El viticultor es persona observadora,
silenciosa, acaricia la tierra y destripa
sus terrones en el deseo de adivinar
cómo será la cosecha, estrujando unas
uvas en su mano para ver el color que
va adquiriendo el vino futuro, mirando al
cielo, oliendo los vientos. A veces una
mente visionaria capta las infinitas
posibilidades que el vino encierra. Un
hombre como Pedro Vivanco empieza a
reunir poco a poco sacacorchos. Y del
sacacorchos a la estela egipcia o al
bodegón de Juan Gris, un camino vital
lleva a la creación de una colección.
Dedicar toda una vida a coleccionar arte
intuitivamente merece un profundo
respeto.
Hubo un tiempo, fresco en mi memoria,
en que con dos amigos recorríamos la
Ribera del Duero en coche, desde
Aranda a Peñafiel, haciendo paradas en
las bodegas y comprando vino.
Recuerdo que fuimos acogidos por dos
señores muy mayores. Caras
sarmentosas por los vientos racheados
de la Meseta. Se resguardaban del helor
en una cueva al pie del castillo de
Peñafiel. Animaban su escasa
conversación con una botella de vino
nuevo y unos chorizos que ponían al
fuego. Nos invitaron al festín y vivimos
el calor que la gente de la Tierra del
Vino ofrece a unos desconocidos con
hambre y sed de vino y conversación.
«Un vaso de bon vino…»
El vino se convirtió desde su
descubrimiento en fuente de
inspiración para crear obras de arte,
encender almas, vigorizar cuerpos,
exaltar sensualidades, inspirar a
músicos y poetas, ascender a cielos y
bajar a infiernos y llegar a convertir el
asesinato en un arte según Thomas de
Quincey. Belleza y muerte, eros y
tanatós en un solo elemento líquido que
necesita de forma indefectible tres
elementos sin los que el vino no puede
nacer: silencio, penumbra y transcurrir
del tiempo. Silencio de clausura,
penumbra cartujana y el paso de días y
meses lentos, inexorables. Eso es lo que
hemos intentado reflejar en la presente
exposición. Paredes color vino tinto,
luces atenuadas y suelos color corcho.
El viticultor es persona observadora,
silenciosa, acaricia la tierra y destripa
sus terrones en el deseo de adivinar
cómo será la cosecha, estrujando unas
uvas en su mano para ver el color que
va adquiriendo el vino futuro, mirando al
cielo, oliendo los vientos. A veces una
mente visionaria capta las infinitas
posibilidades que el vino encierra. Un
hombre como Pedro Vivanco empieza a
reunir poco a poco sacacorchos. Y del
sacacorchos a la estela egipcia o al
bodegón de Juan Gris, un camino vital
lleva a la creación de una colección.
Dedicar toda una vida a coleccionar arte
intuitivamente merece un profundo
respeto.
Hubo un tiempo, fresco en mi memoria,
en que con dos amigos recorríamos la
Ribera del Duero en coche, desde
Aranda a Peñafiel, haciendo paradas en
las bodegas y comprando vino.
Recuerdo que fuimos acogidos por dos
señores muy mayores. Caras
sarmentosas por los vientos racheados
de la Meseta. Se resguardaban del helor
en una cueva al pie del castillo de
Peñafiel. Animaban su escasa
conversación con una botella de vino
nuevo y unos chorizos que ponían al
fuego. Nos invitaron al festín y vivimos
el calor que la gente de la Tierra del
Vino ofrece a unos desconocidos con
hambre y sed de vino y conversación.
«Un vaso de bon vino…».
Briones es un hermoso pueblo de la
Rioja de calles adoquinadas, palacios de
puertas heráldicas, anchos alares y
silencio vespertino que permite
escuchar los propios pasos. Huele al
sarmiento que arde en las chimeneas. El
Ebro fluye ancha y mansamente entre
álamos y viñedos. Los vinos de España
nacieron entre ríos, como nacieron
entre ríos los primeros vinos, en la
Mesopotamia, entre el Tigris y el
Éufrates, donde después se alzarían los
toros alados persas y asirios. Donde los
judíos ya exiliados colgaban las cítaras
en los arboles añorando Sion y
Jerusalén desolada, Mucho antes que
Persia, Asiria, Palmira, Baalbek y Alepo
y mil tesoros más tan antiguos que hoy
nos son desconocidos. Hace ocho mil
años un hombre había aprendido a
estrujar un racimo de uvas en sus
encallecidas manos y beber en ellas.
Descubrió que sabía crear el vino y que
era bueno.
La base de la civilización occidental
alumbró en las riberas del mar nuestro.
El parto de los abuelos de nuestra
cultura se engendró en el Medio Oriente
y de allí traído en cerámicas de colores,
jarras de bronce, ánforas de terracota y
posiblemente en las copas de oro de
Darío y Alejandro. Personajes de la
Historia con mayúscula, amantes de
borracheras como en el cuadro de
Velázquez en el Prado, bacanales y
orgías de hombres como dioses y
dioses como hombres.
Antes del diluvio, existió un patriarca,
que vivió en el Monte Ararat en
Armenia, que según el Génesis, es
famoso por haber cogido la primera
gran cogorza de la que se tiene noticia
allá por el amanecer de los tiempos. La
embriaguez de Noé es uno de los
frescos de la serie del Génesis de la
Bóveda de la Capilla Sixtina. Así es el
cómputo de los tiempos en la adoración
a la divinidad. Miles de años después de
suceder un hecho, un artista reproduce
ese hecho con la precisión narrada en la
escrituras, como si un soplo de aliento
de arriba le narrara al oído en voz queda
cómo ocurrieron los hechos.
Organizar esta exposición de vino de la
Rioja en Málaga tiene sentido. La
prosperidad económica de ambas ha
tenido mucho que ver con el vino.
Málaga exportaba vino a Europa desde
tiempo inmemorial, los moscateles y
Pedro Ximenez, que se degustaban en
todas las cortes de Europa. Vinos que
fueron llevados por los franciscanos a
América dando origen a los grandes
caldos de Chile, Argentina y California.
Cuando en el XIX la maldita filoxera que
decía mi abuelo asoló miles de
hectáreas de viñedos de nuestra tierra y
la ruina devastó campos y vidas, el
remedio contra la plaga llegó a Rioja por
medio de las cepas que habían ido a
América. Los vinos riojanos empezaron
su gloriosa ascensión al cielo. Solo en
años recientes jóvenes descendientes
de aquellas familias arruinadas aquí han
vuelto a recrear vinos que apuntan en
buena dirección. Las familias de la
burguesía vinícola vivían de forma
opulenta y nació la escuela malagueña
de pintores del XIX y un niño cuyo padre
pintaba palomas.
Pretendo solo reflejar pálidamente la
riqueza que el mundo del vino siempre
lleva consigo. Como el delirio del criollo
afrancesado Carpentier en ‘Concierto
barroco’, en cuya primera página se
repite catorce veces el término plata, en
una francachela de sedas y brocados
con puños de crinolina, en el que parece
como si el entrechocar de las
cuberterías de plata con la vajilla
también de plata reflejaran el sonido de
la belleza. Así es la muestra. La
ordenada sucesión de metales
preciosos que el consumo del vino ha
producido en la Historia. El vino siempre
va unido a la elegancia y al estilo incluso
en la pobreza. Como cuando Martínez
de la Vega pintaba un Cristo o una
Dolorosa en un trozo de cartón para con
las dos pesetas que le daban irse al
rincón de la barra amada donde apoyar
su codo y seguir soñando. Podría ser el
Sorolla ‘Entre dos luces’ que cierra la
exposición.
Siempre metales preciosos y bellísimos
objetos. Empaquetar el vino en un
tetrabrik es una herejía indecente, una
blasfemia. Marfiles africanos o hindúes
transportados por las caravanas de
Tombuctú, o la ruta de la seda en
Samarcanda. Terracotas napolitanas y
porcelanas de Caserta, o ánforas en las
ruinas de Pompeya y Herculano, que
descubriera Carlos III. Mármoles de
Carrara para que Miguel Angel, o Cellini
esculpieran ebrios Bacos , plata del
Perú y oro de México en las gloriosas
jarras de pico de los virreinatos
españoles, o de las minas británicas,
que antes fueron del Rey Salomón,
porcelanas del Galeón de Filipinas junto
a abanicos de marfil y mantones de
Manila, porcelanas de Meissen , o de
Sevres, cristales de Bohemia o Baccarat
o los fileteados de oro de La Granja,
barracas de roble americano en las que
han dormido las soleras de Jerez,
después utilizadas para envejecer a los
maltas de Escocia… La historia del vino
es tan antigua y tan entrelazada que las
cabezas de carnero que servían de
ritones en las fiestas dionisiacas
griegas son las mismas que lucen en
bronce en las esquinas del trono del
Cristo de la Expiración.
Las coronas de pámpanos de los dioses
helenos son las antepasadas de las que
envuelven las columnas gigantescas del
baldaquino del Vaticano y se crearon
con la misma intención: glorificar a la
vida y exaltar la resurrección tras la
muerte. Muertos parecen los
sarmientos en invierno. La
consagración de la primavera trepa
hacia la trascendencia de la posible
Divinidad.
Mosaicos romanos, un frontal de una
sepultura imperial, un lagar místico
truculento, la sacra conversación en las
bodas de Caná. Copas alemanas
delirantemente barrocas en las que la
plata sostiene una concha que sirve de
cáliz. El bastón protocolario de
bodegueros de Reims hecho con el
cuerno de un narval. Tablas flamencas y
bodegones holandeses, junto a
incomprensibles bacanales de niños. La
eterna belleza de Mantegna, o la sala de
tapices donde la belleza está en las
paredes de la sala vacía.
Y al final los contemporáneos a los que no tenemos que presentar. El más grande nació aquí y pintaba mujeres con ojos fenicios de Tiro y Sidón. En el patio de ocultas simetrías encontrarán una prensa con trescientos años. Intenten calcular el número de personas a las que ha hecho felices. «Libiamo, libiamo ne ́lieticalici che la bellezza infiora…». Ni el vino, ni el arte son tópicos. Lo cotidiano nunca es un tópico. No lo son ni el atardecer, ni el amanecer, que llevan sucediéndose millones de años. Por los siglos de los siglos.