Hace casi cuarenta años, cuando aún estaba contento con mi oficio, a pesar de observar que ya entonces la Justicia empezaba a cojear, visitaba con frecuencia la sede de los Juzgados en Osuna, la hermosa ciudad conocida por su monumentalidad y en la que el viajero bien perdona la calima estival ante la contemplación de sus Iglesias, sus palacios, sus torres y ante el sentir que produce pasear por sus calles.
Y allí, en Osuna, a la puerta del edificio de los Juzgados, del Palacio de Cepeda, un singular edificio histórico del siglo XVII del que tengo tan buenos recuerdos, y tan divertidos como una anécdota que contaré al final, allí en el pórtico de entrada solía parar un hombre de bastantes años, enjuto, impecablemente vestido, que diariamente iba se su casa al Casino de la plaza haciendo estación de penitencia, una paradita, en el portal de la casona en torno de las once de la mañana. Durante mucho tiempo vi a aquel hombre entrar al patio y preguntar, sin dirigirse a nadie, a ninguna de las oficinas de los Juzgados que allí tenían su sede, a ningún funcionario, mirando hacia arriba: “¿De lo mío que hay, cómo va lo mío?”.
Fueron años coincidiendo con aquel hombre allí y muchas veces pregunté por curiosidad de que se trataba “lo suyo”, pues ni me parecía que el anciano estuviese enajenado ni su apariencia era sino la de un hombre de buena pinta. Pregunté, incluso a los jueces, y recuerdo especialmente a dos de ellos, ya fallecidos: Carolina herencia y Gonzalo Cienfuegos, que nunca supieron responderme… Un buen día eche en falta al anciano y me dijeron que había muerto… ¡Seguramente murió sin alcanzar a que le respondieran a su pertinaz y constante pregunta: “¿De lo mío que hay, cómo va lo mío?”.
Ahora, en días en que se ha vuelto anormal la normalidad, en días en los que el miedo supera a la vergüenza en todas partes y las medidas preventivas contra la epidemia se han unido a la incertidumbre por la inseguridad jurídica y a la falta de criterios únicos para regir el funcionamiento de los órganos encargados de administrar la Justicia, me acuerdo mucho del anciano de Osuna. Si porque si antes ya era complicado el mundo de la cotidianeidad en los Juzgados, si ya había insuficiencias por la falta de medios, y por la falta de interés, porque no me cansé entonces de repetir, ni lo he de hacer ahora, que a lo mejor esos escasos medios estaban, y están, desaprovechados.
Hoy es extremadamente difícil entender las situaciones que se producen, sobre todo porque lo que en un lugar se impone como regla de comportamiento no lo es a unos kilómetros o incluso en ese otro lugar rigen instrucciones contrarias. Al retraso y acumulación que tanto angustiaba a los profesionales de la Judicatura, o a procuradores y abogados y, sobre todo, a las personas afectadas, implicadas en actuaciones judiciales se une hoy la ralentización por las normas de protección, de prevención y de ejercicio del miedo a causa del COVID 19… Bueno, a muchos profesionales de la órbita jurídica, a muchas organizaciones y a muchos colectivos los atrasos les van muy bien y eso es indiscutible.
Hoy es impredecible todo, y hablar de trámites judiciales, de previsiones, de posibilidades, es hablar de desconcierto, pavor… ¡Hoy se piensa más que nunca acudir a la justicia!. De eso sabemos mucho los abogados, los procuradores y los propios Jueces. Entre la falta de credibilidad que impone un sistema de inseguridad jurídica permanente que los medios de comunicación se encargan de poner diariamente ante los ojos de la ciudadanía, y la normativa de la anormalidad consagrada con las dificultades consiguiente para acceder a las propias sedes judiciales o a hacer las consultas pertinentes con eficiencia, la gente huye.
Hay quienes ven en esta huida un signo muy positivo, son los coríferos de las soluciones extrajudiciales los que yo llamo “pacifistas de los Tribunales”, que se equivocan, se equivocan interesadamente, ¡por supuesto!. La huida, el distanciamiento, la poca fe en la Justicia y en su forma de administrarse, esta torpe y vergonzosa imagen del presente no hace ningún favor a la sociedad. La visión de los acontecimientos, por ejemplo, la percepción de que la Fiscalía general de la Mayoría Parlamentaria y del Gobierno, se comporte con actitudes permisivas, tolerantes o complacientes con los suyos y atice sin piedad a los demás, y con los demás no señalo a los oponentes políticos sino a los pobres desgraciados que por ser delincuentes comunes y por muy delincuentes que sean, ven como a ellos se les piden condenas, o se le hacen cumplir de un modo las condenas, terceros grados, etc., con un trato bien distinto al de los privilegiados.
La frustración de los pleitos interminables y las dilaciones se acentúa cuando hay procedimientos que públicamente interesan y van a otro ritmo, hay sensación de que existen por lo menos dos o tres justicias frente a la quimera de la igualdad de todos ante la Ley, y eso no favorece a la sociedad porque frente a quienes acuden a buscar soluciones a sus problemas lejos de los Tribunales, conscientes de que es mejor perder, aunque sea mucho, que someterse a la incertidumbre, se encuentran otros, en número creciente, por desgracia, que aprovechan esta debilidad de la Justicia para hacer su agosto o que llegan al convencimiento de que ellos mismos son la Justicia, tomando actitudes violentas, vengativas, atroces… El que la sociedad de la espalda a la Justicia es terrible por las consecuencias que produce, por la anarquía social que provoca, pero esto parece importar poco. Todo se soluciona con las pedradas y contra pedradas políticas, por ejemplo las acusaciones sobre el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial. ¡Qué gran falsedad!. A la ciudadana Sra. López, al ciudadano Sr. García, que, además, saben que el famoso consejo es un órgano político nombrado por los políticos, al igual que saben que el Tribunal Constitucional tiene la misma naturaleza politizada, les importa un rábano el Consejo, lo que les importa es sus asuntos ante tal o cual juzgado, su situación frente tal o cual controversia, la razón por la que a su hijo no le aplican el tercer grado penitenciario y a los privilegiados sí, el motivo por el que la Fiscalía retira acusaciones o no acusa por hechos que a cualquiera lo llevan a ser investigado.
¡Basta ya!… Y desde mi pobre posición de quien no es escuchado por nadie no puedo sino proponer a quien quiera leerme que hagamos lo que el anciano de Ecija y acudamos en masa, día a día, a la puerta de las sedes judiciales y sin entrar tan siquiera preguntemos “¿De lo mío que hay, cómo va lo mío?”, como consigna de denuncia y preocupación.
¡Ah! ¡La anécdota!: Corría noviembre de 1.981, si mal no recuerdo y en Osuna, en su Juzgado nº Uno se instruía un asesinato que había conmocionado no ya a la comarca sino a toda la provincia. Aquel día había que practicar una prueba de reconocimiento de unos detenidos, presuntamente implicados, y se dispuso la práctica de la diligencia de una manera muy adecuada,, salvo que dos abogados, uno de ellos quien suscribe, pedimos que las personas objeto de reconocimiento fuesen encapuchados como habían dicho verlos los testigos.
Después de un rifirrafe educado pero intenso se accedió a la petición, pero ahora vendría un segundo problema: ¿De dónde se sacaban diez o doce capuchas negras? ¡Evidentemente de nazarenos de Semana Santa!. Así se llamó a una Iglesia que las poseía, oponiéndose el Párroco, además Arcipreste, D. Francisco, cura viejo y tradicional, a lo que consideraba un uso diabólico y maldito de aquellas capuchas, lo que produjo la siguiente controversia, ¡Un problema entre la Justicia y la Iglesia!. Al final, y ante la postura de S.Sª, un juez que acabó sus días de Magistrado del Tribunal Supremo, el cura tuvo que ceder, y todo ello entre idas y venidas al modo de las películas italianas en las que el alcalde y D. Camilo se enfrentaban.
Ganó la Justicia y el propio cura trajo las capuchas, maldiciéndonos con las penas del infierno y prediciendo que habría males a causa de tamaña aberración. Y la prueba se realizó con toda normalidad y con los encapuchados …pero… Estábamos todos, diez personas entre el Juez, dos fiscales, los abogados de las acusaciones y los de las defensas en la solemne y antiquísima sala de vistas, sentados a la espera de que se pasase el acta para firmarla cuando de repente la maldición del cura se cumplió: El estrado, que debía estar apolillado suficientemente y que nunca había tenido tanta gente sentada, se vino abajo y acabamos rodando por el suelo entre tablas, papeles y una intensa polvareda. No hubo graves lesiones, pero los que peor parados salimos fuimos los dos abogados que insistimos en que se usaran capuchas….
Manuel Alba