¡Ha muerto D. Leandro!. ¡Vuelvo a repetir el triste proceso de sacar un número de teléfono de mi agenda!. No puedo decir que fuese amigo suyo porque la amistad, valor sublime, requiere de mayor cercanía, pero si tuve bastante contacto con él, epistolar y telefónico sobre todo porque le gustaba llamar por teléfono a quienes le apreciaban y comentar asuntos de interés.
Fue denostado por muchos de los que ejercieron de coríferos durante el reinado de su sobrino, juancarlistas de pro que adulaban al Monarca y elogiaban sus acciones, los mismos que después lo criticaron y lo censuraron sin piedad al saberlo amortizado. La aparición de D. Leandro en la escena pública española molestó, indiscutiblemente, en el entorno regio y la sociedad se sorprendió de repente ante la imagen de aquel personaje de bigote blanco y peculiar barba que resultaba ser hijo de Alfonso XIII, y, por lo tanto, tío del Rey, nacido de una relación extramatrimonial, al igual que su hermana María Teresa, una relación duradera que permitió a aquel monarca tener una segunda familia, paralela y posiblemente más placida que la que tenía en el Palacio de Oriente, fruto de aquel matrimonio que tanto se ha edulcorado pero que fue un rotundo fracaso, de aquella boda con una princesa inglesa de segunda línea y gran ambición.
D. Leandro surgió como de la nada, su existencia había permanecido oculta durante siete décadas, que no es poco. Le conocían y sabían de su ascendencia muy pocas personas y fundamentalmente por su propia voluntad. Setenta años de anonimato en los que vivió con dignidad gracias al fruto de su trabajo, desempeñando diversas actividades y manteniéndose en una discreción absoluta sin ningún tipo de lujos ni ostentación, como cualquier ciudadano de clase media. Dos veces contrajo matrimonio, tuvo siete hijos, vivió el drama de la muerte de una de sus hijas siendo niña y todo ello sin recurrir a hacer valer su origen.
De haber sido un insensato, un oportunista, una persona sin escrúpulos, indiscutiblemente podría haber sido muy dañino para la Corona incluso cuando la institución estaba en el alero. Con solo nueve años más que su sobrino Juan Carlos era más o menos de la misma generación y pudo haber alzado la voz en muchas ocasiones. D. Leandro de haber querido habría sido incómodo, muy incómodo, pero siempre fue un buen hombre que esperaba de su familia un gesto.
Durante años se conformó con una cierta y relativa proximidad a su hermano el Conde de Barcelona, a quien conoció en 1.968 y con quien tuvo un trato cordial. Más cordial aún sería su relación con los hijos del Infante D. Jaime y muy especialmente con su sobrino nieto Luis Alfonso. En la familia del Rey se le llamaba tío Leandro y él tuvo la esperanza ver satisfecha su aspiración de ostentar el apellido de su padre y su familia en el momento oportuno, momento que no habría de llegar.
El 1 de abril de 1,993 murió en Conde de Barcelona y a partir de esa fecha D. Leandro dejo de ser tío Leandro para la familia del Rey Juan Carlos. Aquella relativa proximidad fue sesgada abruptamente. Tal vez él se dio cuenta entonces de una realidad que recuerdo haberle comentado: No creo que su hermano D. Juan tuviese en mente satisfacer sus deseos sino que más bien le fue dando largas de un modo muy borbónico.
A los nueve años de la muerte de D. Juan la relación de la familia Real y los parientes directos del monarca con D. Leandro no existía y éste, indignado, sintiéndose ultrajado y maltratado, decidió acudir a la Justicia propiciando un expediente ante el Registro Civil para que se reconociese su filiación y la de su difunta hermana María Teresa y el derecho a ostentar apellido paterno, para lo cual aportó prueba más que sobrada. La Casa Real no se opuso, por obvios motivos. D. Leandro y su hermana, que quedaron huérfanos al morir su madre, la actriz Carme Ruiz de Moragas, fueron tutelados por el Conde de los Andes, albacea testamentario de Alfonso XIII, los resguardos de las transferencias que su padre realizaba desde una cuenta bancaria a favor de sus dos hijos extramatrimoniales desde 1.931 hasta su muerte eran parte de la prueba de aquella paternidad que se aportaba a la solicitud. Contrariamente a la información que se divulgó en aquellos días sobre la solicitud de prueba de ADN por parte de D. Leandro, propagada por su ya naciente circulo de detractores, no se había solicitado la exhumación de los restos del Rey Alfonso, motivo por el cual justificaban algunos que desde la Zarzuela no se plantease oposición a la pretensión del solicitante.
El reconocimiento judicial de su filiación como hijo de Alfonso XIII supuso una satisfacción cargada de amargura porque le hubiese gustado haberlo conseguido en armonía familiar, no comprendió porque se le había dado de lado, ¿Qué peligro podía suponer para nadie un hombre que había vivido en la discreción más absoluta, en el anonimato y con el solo deseo de ser reconocido como hijo de su padre sin el mínimo interés en ser estorbo para nadie?. Aquel hombre de 74 años, licenciado en derecho, piloto y jubilado había sabido que su padre era el Rey Alfonso cuando fue formalmente informado de ello a los 10 años de edad, manteniéndose en la discreción más absoluta desde entonces. Hasta aquel momento creían lo que su madre les había dicho a su hermana y a él: que eran hijos de un militar.
Los años que sucedieron al reconocimiento de la filiación de D. Leandro hasta su muerte fueron tiempos de desajustes, de desplantes y desprecios por parte de sus parientes. Paralelamente se convirtió en una figura mediática y sus apariciones en los medios de comunicación fueron polémicas y en ocasiones desafortunadas, pero nadie podrá reprocharle ningún mal gesto, ninguna salida de tono contra los que le ninguneaban y despreciaban, Muy por el contrario, D. Leandro de Borbón defendía a su sobrino y a la familia real contra viento y marea ante cualquier comentario o crítica, y lo hacía con un rigor y una contundencia envidiables en un mundo en el que ante una situación adversa se impone el cordón sanitario y se rompen los lazos familiares para conjurar el peligro de que el fango salpique.
Ha muerto D. Leandro sin haber hecho daño a nadie, sin haber sido reconocido en el rango que como hijo de Rey de España le correspondía. Mientras se toleraba que los yernos reales fuesen tratados como duques de Lugo o de Palma sin que les correspondiese, él no fue reconocido como Infante de derecho aunque lo fue de hecho y en legítima justicia. Hasta los 74 años fue un ciudadano desconocido para la inmensa mayoría de los españoles, vivió de su trabajo y nadie le hizo miembro del consejo de administración de ningún banco ni de ninguna empresa, ni patrono de una fundación, ni constituyó sociedades o entidades sin ánimo de lucho para sacar dinero por la puerta de atrás. El Borbón marginado no aparece en las listas de los delatores de cuentas opacas ni como titular de sociedades en Suiza, ni en Panamá, ni en ningún sitio y vivía en una residencia de personas mayores. Ha muerto D. Leandro esperando, como siempre lo estuvo, un gesto, un detalle dolido porque sus sobrinos le dieran la espalda, incluso negándole el saludo como hiciera el Rey emérito hace un año en un acto benéfico, pero ni por eso renegó de ellos. En sus apariciones mediáticas nadie fue capaz de sacarle una indiscreción a pesar de que debió tener conocimiento de mucha información que se lleva con él a la tumba, en ninguna entrevista se excedió más allá de la anécdota en comentarios sobre sus parientes.
En los últimos años tuve muy poco contacto con él, y cuando lo tuve le encontré cansado, vencido por los achaques y desilusionado le causaba una profunda tristeza el devenir de los acontecimientos y aunque nunca lo dijese, debía sentirse profundamente decepcionado por haber recibido un trato tan indigno, tan innoble y tan poco ejemplar por parte de la primera familia de España.
Manuel Alba