Por mi forma de ser, hablo mucho con gente de diferentes gremios. Hablo con camareros, con albañiles, con bancarios, con abogados, con jubilados, con gente de la calle…. y resulta paradójico -o no- que al final de cada conversación desemboquemos en el universo de los lamentos y observo, con pavor, lo desastroso que es haber caído en el desánimo generalizado y que la sociedad, toda, se mueva en el descontento y en la preocupación permanente, motivado principalmente por las políticas de los últimos treinta años, que no solamente por la pandemia.
Porque, una latente llaga en carne viva mortifica a gran parte de esta sociedad: Son, principalmente, los parados, los que no tienen empleo y, sobre todo, los que ven como pasan sus mejores años y saben lo difícil de que llegue un empleo para ellos. ¿Cómo hemos asumido, silenciosamente, que a partir de los 50 ya no vas a encontrar ninguno de los pocos empleos que existan? ¿Qué esperanza les queda a esas personas cuando pase la pandemia -si pasa- y nos encontremos con todo arrasado? Eso solo es posible en un mundo injusto y oprimido por los políticos, -que ahora son los poderosos-, y el ser humano, lo hemos visto muchas veces a través de la Historia, es terrible y temible cuando la decepción, la desesperación y la ira se apodera de él, por lo que es preocupante la deriva que puede tomar el enjambre de “desheredados” que componen la sociedad actual.
Es esencial, pienso yo, que, si este gobierno no es capaz de activar el empleo, dedicándose a repartir míseras ayudas con un dinero que no tenemos, al menos que ayude a no destruir más puestos de trabajo, a facilitar la creación de empleo, a ayudar a los que todavía se atreven a crear puestos de trabajo, a invertir en la formación de miles y miles de personas que tienen una muy deficiente formación , en preparar al personal en las nuevas tecnologías, sin cuyo conocimiento, el futuro es todavía más negro… Todo ello para avivar la esperanza, la existencia digna de las personas, el bienestar que todos nos merecemos y por el que todos debemos luchar. Parece obvio, lo sabemos, lo decimos, lo repetimos hasta la saciedad, pero el compromiso de nuestros gobernantes no pasa de esa ingente masa de palabras vacías de contenido, inmersos, como están, en cambiar de régimen.
Porque, aparte de que la ociosidad sea la madre de todos los vicios, uno necesita trabajar para comer, para sentirse bien, para tener salud mental, para ganar moral, para hacer planes y tener proyectos…. Y todos los poderes, todos los entes sociales, han de contribuir, obligatoriamente, a generar esos activos laborables que precisamos para vivir dignamente, en lugar de ir repartiendo migajas para que, solamente, no se muera de inanición -típico de las dictaduras bananeras-, teniendo muy en cuenta que la persona es algo más que un número o un voto, y que, además del proceso de crecimiento o recesión, deberíamos aplicar otros parámetros, como la dignidad, la honradez, generosidad, la empatía o el bien común, -parámetros en desuso, por cierto-.
Algo, pienso yo, debe haberse borrado de la memoria del mundo, cuando la “incultura” de los números se ha merendado el cultivo de la consideración social.
Antonio Poyatos Galián