Pasada la medianoche entraba en el patio delantero de la casona el vehículo esperado. El guardés saludó respetuoso al recién llegado y se hizo cargo del equipaje: dos maletas, un bolso de mano y una silla de ruedas. Antes, acompañó al caballero, quien se servía de sendas muletas, hasta sus aposentos en la planta baja del edificio. Tras ofrecer a éste un refrigerio, le dio las buenas noches. Siendo persona observadora por naturaleza, vio que el inquilino tenía buena facha, a pesar de ser octogenario, un semblante cansado -posiblemente por un largo viaje- y una mirada triste, aunque las pocas frases que pronunció le parecieron las de una persona amable y hasta llana. A la hora del desayuno preguntó:
- ¿Cómo he de dirigirme a usted?
- Puedes llamarme señor.
- Mi nombre es Abdul.
- Como el del criado y, luego, amigo indio de la reina Victoria de Inglaterra.
Este marroquí (cuyo nombre literalmente significa siervo), de edad mediana y anatomía corpulenta, había trabajado duro las semanas previas para que todo en la mansión (instalaciones, limpieza, mobiliario, menaje, automóvil, jardín, piscina, etc.) estuvieran en perfecto estado. Trabajaba en su país desde hacía años para una empresa con inmuebles de gran lujo que alquilaban a gente de alto poder económico. Pero, en esta ocasión las exigencias del cliente superaban en mucho las hasta ahora por él vividas o imaginadas. A saber: varón, absoluta discreción, dominio del español hablado y escrito, múltiples oficios, servicio esmerado, disponibilidad de día y de noche. Es decir, un hombre para todo, en todo momento y que supiera ver, oí y callar. No habría quien le ayudara en su trabajo ni franquearía la entrada a nadie sin el consentimiento expreso del que pagaba. No tendría que cocinar, pues las comidas las servirían a domicilio.
La vida del señor transcurría de forma metódica, con horario fijo para las comidas, ejercicios de natación cada mañana y no pocas horas de ordenador y televisión. A veces se le oía hablar desde el móvil en un idioma extraño para el criado. Sorprendió a éste que quisiera romper esa larga rutina al decirle que deseaba salir. Subieron al coche, ambos con mascarilla, gafas de sol y sombrero. Le fue indicando el recorrido hasta llegar a un palacio. Ordenó que parara un momento y dijo: “Esta es La Zarzuela. Ya podemos volver”.
Si extrañeza produjo en el empleado tal excursión, más todavía le causó el nombre del destinatario de una carta, con sello de Alemania, llegada poco después. La dirección era correcta, pero la persona a la que iba dirigida resultaba una incógnita: “J. C. A. V. M. D B Y B-D S”. Tanto es así que pensó si se trataba de un anterior residente. Su amo lo sacó de dudas, aunque no de su confusión: “Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias”. Cuando en una de sus salidas a Galapagar para adquirir algunos artículos, vio en la portada de un periódico una foto del singular individuo, al que llamaban Juan Carlos I, quedó atónito y una mezcla de emoción y miedo lo sacudió.
Mi antecesor en el cargo tenía una guardia mora. Yo tengo un moro que, además de guarda, es mayordomo, maestresala, camarero, ayuda de cámara, portero, encargado del mantenimiento, jardinero, chófer, asistente, ayudante y, cada vez más, secretario y confidente. ¡No me puedo quejar! Y en la puerta de al lado he contado hasta siete vehículos policiales. Acabo de llegar a la conclusión de que ninguna mujer vale más que un trono, ni siquiera la que han calificado, con descortesía, de cortesana, escaladora social, avispada comisionista, ambiciosa, fría, falsa, mujer fatal, mujerzuela infame, reina oficiosa de España, amante despechada, “princesa serenísima” y exprincesa alemana consorte de las bragas de oro. Me imagino qué cara se le pondrá a más de uno, sean de los que no me quieren o de los que dicen quererme, que me situaban en las antípodas, cuando conozcan mi refugio, último rincón del mundo donde se les hubiera ocurrido buscar.
Todos estos pensamientos pasaron rápidamente por su memoria. Esbozó una sonrisa y se quedó dormido… para siempre.
Mientras algunos ayuntamientos se daban prisa en borrar los rótulos de calles, plazas y edificios con el nombre del monarca, la sociedad propietaria de la mansión colocaba en el arco de entrada un mosaico donde se leía: El RETIRO DEL REY.
Juan Manuel Ballesta Gómez
(Monárquico de última hora)