Si nos retrotraemos al año 2000, tenemos que hacer abstracción de las plataformas de televisión, del ‘boom’ de las series e, incluso, del WhatsAp. En casi cada casa había un teléfono fijo, pocas familias disponían de conexión a internet y seguíamos escuchando música en la radio o en aquella cosa a la que llamamos CD. Hoy día tanto los CD como los discos de vinilo están calificados como instrumentos de auténtico culto.
Tecnológicamente hemos avanzado muchísimo, casi sin darnos cuenta. Pero la realidad es que, dependiendo de donde vivas, esos avances se traducen en mejoras de la calidad de nuestro día a día.
Hace unos días se publicaron los datos de la evolución del Producto Interior Bruto (PIB) per cápita en España por comunidades, comparando su evolución en los últimos 20 años. En Andalucía, en el 2000, la cifra era de 23.417 euros. En 2021, la cantidad cayó hasta los 18.990. Un 19% de pérdida.
Andalucía no es la excepción, también Baleares ha sufrido ese mazazo, reduciendo su PIB per cápita en dos décadas un 17%.
Y, al contrario, Galicia y Extremadura lideran la mejora con un 26 y un 25%, respectivamente. La media nacional en este tiempo es de una mejora del 6%, con un PIB per cápita en 2021 de 25.498. turismo
Que las dos comunidades autónomas dedicadas de forma intensiva al turismo sean las últimas de España no es casualidad. Lo lamentable es que la clase política sigue insistiendo en mantener una «industria» extractiva que solo da fortuna a poquísimas personas, mientras mantiene en la precariedad a las miles de personas sobre las que, precisamente , se sostiene ese sistema.
La tan cacareada diversificación de la economía no llega nunca, y ni siquiera con la pandemia se aprende la lección.
Patricio González
Las Agendas caducadas
No hay símbolo que represente mejor el paso del tiempo que una agenda personal cuando llega el final del año. Se convierte de inmediato en un objeto que ha perdido su función, pero contiene el tesoro de una temporada que muy pronto pasará a ser remota. De ahí el aura que despide: es un trozo de papel que conserva cualidades mágicas.
Naturalmente, el pasado contenido en una agenda no es directamente accesible; está escrito en un código cuyas claves solo su titular sabe descifrar del todo. Allí encontramos citas, recordatorios, tachones. Hay viajes que se hacen y viajes que se frustran; no faltan cifras ni teléfonos. Es posible que en los últimos días estén señaladas fechas ya comprometidas para el año entrante, que hemos de anotar en la nueva agenda. Esta luce luminosa y vacía, como un desierto que iremos poblando sin apenas darnos cuenta; hasta que otro fin de año nos la arrebate. Y vuelta a empezar.
A veces tienen en su interior las huellas de lo que se ha dejado fuera, como el adulterio de una esposa o la corrupción de un funcionario. Pero nadie sabe realmente cuánto de lo planeado en las agendas terminó por realizarse. Aunque se escriban en tiempo futuro, no es raro que terminemos pensando en lo que podría haber sucedido si las cosas hubieran sido de otra manera. ¡Tiranía del subjuntivo! Cualquier agenda tiene algo de autoficción..
Igual que ya no hay apenas cartas manuscritas, las agendas de papel sufren la competencia de esos calendarios digitales donde puede meterse cualquier cosa. Ocurre que su contenido se pierde o desordena, privándonos de la posibilidad de hojear la vida que llevábamos y de contrastarla con lo que nuestra falible memoria conserva de cada época. Quizá eso explique la pervivencia de la agenda tradicional, que ejerce una heroica resistencia contra las aplicaciones digitales que tratan de hacerla desaparecer. A ello hay que sumar su garantía de confidencialidad; mientras no se pierda, lo escrito en ellas queda fuera del alcance de los algoritmos que nos rastrean mecánicamente nuestras propias vidas. No obstante, lo decisivo es que la agenda física representa mejor que cualquier dispositivo digital la promesa inaugural que trae consigo el nuevo año: una vez pasada la charanga de las campanadas, lo que tenemos delante es un territorio inexplorado en el que cualquier aventura parece posible.
No hay más que dejar la agenda caducada en el cajón donde se apilan sus predecesoras para comprender que no abundan las reinvenciones personales: somos lo que hemos sido y no tendremos más remedio que seguir siendo lo que somos. Por fortuna, hay margen en los márgenes: si no podemos hacer la revolución, siempre podemos dedicarnos a la guerra de guerrillas contra el tiempo que se va. Y así, al menos, estaremos entretenidos.
Patricio González
Negación de la Democracia
El clima irrespirable que envuelve desde hace años el debate político parecía haber llegado a la degradación máxima. Pero, a pesar del espeso fango en el que chapotea, aún estaba muy lejos de hacerlo. El sonrojante pleno del Congreso del pasado jueves marcó un antes y un después en el deterioro de las instituciones básicas de nuestra democracia, sometidas a un impúdico manoseo partidista que está dañando inexorablemente su imagen, y dinamitó cualquier expectativa de entendimiento entre los dos frentes irreductibles en los que se ha dividido el Parlamento. Esas han sido las primeras consecuencias de una reforma exprés del Código Penal a gusto de los independentistas encausados por el ‘procés’ y de la rebaja de la mayoría para que el Consejo General del Poder Judicial nombre a magistrados del Tribunal Constitucional, lo que lo inclinará hacia el sector progresista y en respuesta al injustificable bloqueo auspiciado por el PP.
Los cambios legales impulsados por el PSOE y Unidas Podemos son discutibles en la forma y en el fondo. Como puede serlo la desesperada reacción de los populares y Vox al pedir a la corte de garantías que los paralice antes de que sean aprobados definitivamente por las Cortes Generales –lo que no tendría precedentes– aun a riesgo de desatar un peligroso choque entre poderes del Estado. Pero la relevancia de las medidas y las discrepancias que su contenido pueda suscitar no justifican un frívolo cruce de acusaciones sobre supuestos propósitos golpistas a ambos lados del hemiciclo ni retóricas apocalípticas que hacen depender la democracia de qué mayorías predominen en órganos constitucionales que deberían estar por encima del juego partidista.
Es irresponsable deslegitimar el CGPJ y el Tribunal Constitucional con mensajes que condicionan el respeto a sus decisiones a que estén bajo el control de personas afines, como han hecho el PSOE y el PP en una actitud impropia de partidos de Estado. Así socavan el prestigio de esas instituciones, sumidas en un preocupante descrédito alimentado por la elección de sus integrantes por cuotas en las que excelencia profesional parece pesar menos que la obediencia a unas siglas. El país afronta una crisis sistémica que solo agudizará el frentismo tóxico que domina el debate político y que es preciso detener. Más que negar la democracia si se impone el rival –un disparate al que ha llevado la polarización extrema–, los grandes partidos deberían aunar esfuerzos para reforzarla.
Patricio González