¿Alvaro Salazar? – preguntó aquella enfermera que no esperaba que fuese el mismo niño quien contestase con voz ronca y entre toses – ¡Si, soy yo!. La muchacha debió imaginar que alguien mayor, quizá el padre, la madre, o los dos juntos, dada la situación acompañasen al muchacho que aún no había alcanzado los diez años. Para su sorpresa, un joven negro llegaba corriendo y le indicaba a la mujer que él se ocuparía de lo que fuese menester respecto al chiquillo, sacando de la guerrera de su uniforme de cabo del Ejercito del Aire una nota del padre que señalaba que al no poder estar allí por tener ocupaciones encomendaba al cabo Gustavo la tarea de estar pendiente de su hijo.
La enfermera no dando crédito a la situación. Se perdió por los pasillos de aquel Hospital del Aire para aparecer después guiando a Alvaro y a su custodio a la habitación que le habían asignado. El chaval se puso nervioso al saber que habría de quedarse allí por la noche, creía que le harían algo en la garganta, extirparle las amígdalas, y al rato volvería a casa. Vino entonces un hombre con bata blanca y les explicó a Gustavo y a él que no era tan simple, que se trataba de una extirpación de amígdalas pero que debido a las patologías congénitas del chiquillo y a algo que no entendieron pero que resultaban ser una serie de quistes por la zona, la intervención sería complicada y pasaría unos días allí internado. Acto seguido preguntó si traía ropa, pijama, zapatillas…. Pero Alvaro estaba allí con lo puesto, su madre no le había preparado nada…. Aquel hombre de la bata blanca instó a la enfermera para que llamara a casa del chaval y le pidiera a la madre que trajera ropa, al menos lo indispensable…. La respuesta sacó de quicio a aquel hombre: La madre de Alvaro, que lo había llevado al hospital a las siete de la mañana, y que sabía obviamente las dificultades que podría acarrear aquella operación de su hijo, se encontraba en ese momento viajando por carretera hacia Madrid, junto con su madre y abuela del niño, para visitar a su hermano, aprovechando que por lo menos cuatro días de hospitalización eran seguros. Sin casi poder disimular la ira, tomo del brazo a la enfermera dejando a Alvaro y a Gustavo solos. A él, que era un sargento auxiliar sanitario se le oía gritar y maldecir, lamentándose de no poder hacer nada porque al fin y al cabo el padre del niño era un militar de alto rango. Gustavo se ocupó de procurarle al niño pijama, ropa interior y lo preciso, sacándolo de sus escasos ingresos, porque no le habían dejado ni tan siquiera algo de dinero por si había alguna necesidad.
El bueno del cabo Gustavo estaba totalmente desbordado por aquella situación. Por una parte no podía tener queja de su jefe, con el que se llevaba extraordinariamente bien. El Teniente Coronel Salazar, padre del niño incluso habia removido Roma con Santiago para que en los próximos meses, cuando ascendiese a Coronel, a él también lo hiciesen sargento porque le resultaba imprescindible a su lado. Gustavo tembien era prácticamente un niño, tenía 21 años y había venido a la Península desde su Guinea natal recalando en la Escuela de Especialistas de Aviación era ahora un radiotelegrafista, y en su segundo vuelo le toco el avión de Salazar, prestigioso piloto ducho en situaciones especiales, cordial con sus compañeros, con sus tripulaciones, con los que era siempre uno más. ¡Cuántas veces había oído decir Gustavo al jefe que por encima de los grados estaba la hermandad y que en su avión eran todos amigos que tenían que cuidarse unos a otros porque si alguien fallaba todos se mataban!. Salazar era muy alto, un metro ochenta y dos medía, pero Gustavo que era altísimo, casi dos metros recordaba también ese primer vuelo cuando, formada la tripulación para dar la orden y que se embarcase primero el piloto, que en el caso de Salazar era también jefe de la escuadrilla, Salazar se dirigió a él diciéndole:¡ debería dejarle pasar antes a usted, cabo, porque por su tamaño tiene más graduación que yo!.
¿Cómo era posible que aquel hombre tan admirado por él dejase a su hijo en ese desamparo, en tal situación? Recordó, desde luego, que mientras todos los miembros de las tripulaciones siempre contaban algo de sus vidas familiares y personales, sus rencillas domésticas, cosas del colegio de los hijos, Salazar nunca hablo de esas cuestiones…. Sabían que estaba casado porque se comentaba, pero nadie conocía que tuviese un hijo. Pensaba que en si pueblo, allá en su querida isla de Fernando Poo si alguien se ponía malo, y si sobre todo lo tenían que llevar al consultorio o al hospital allí se desplazaba toda la vecindad para acompañar al enfermo. Ahora, se decía para sí mismo, en esta gran Sevilla, este niño está aquí solo, sin nadie de su casa y acompañado por un tipo negro al que no ha visto en su vida. Quiso llorar pero lo evitó para no poner más nervioso a Alvaro.
Al rato de estar acostado en su cama, Alvaro recibió la visita del médico que le habría de operar, un Coronel que iba acompañado del sargento y la enfermera. Gustavo se cuadró ante ellos, el medico tras darle la orden de descanso le informó que tendría que darle instrucciones después de la intervención, pues ya sabía que la madre no iba a aparecer y el padre había ido a dar un curso de vuelo instrumental. Después de la operación le informaría pero le ordenó que no le dijera nada de lo que se le comunicase a nadie que llamase, ni siquiera al teniente Coronel Salazar, pues él se ocuparía personalmente de lo que calificó como un cruel disparate. Se marcharon y Gustavo se quedó con Alvaro, tratándole de hacerle decir algo, de que hablase aunque las molestias de la garganta se lo dificultaran. Se dio cuenta de que aquel era un niño distinto, raro, sin entender exactamente cual fuera la rareza, con casi diez años se expresaba como un adulto, hablaba con gran precisión. ¡no era un niño! Alvaro le comentó que siempre era igual, que en su corta edad siempre había sido lo mismo, como si no estuviera, a pesar de no estar desatendido, de que no se descuidase su educación, nunca había ni una mínima expresión de cariño, ni un abrazo y que sentía que su presencia le resultaba molesta a su madre, y a su abuela, se llevaba bien con su padre pero siempre que las dos mujeres de casa no intervinieran y lo pusieran en su contra. Gustavo le quería quitar hierro al asunto pero el chaval insistía.
Como era común en aquella España, solían verse, sobre todo en las grandes ciudades, ciudadanos negros. Raras eran las expresiones de racismo y la sociedad asumía que aquellas personas eran españoles de piel oscura, españoles como los demás. El racismo vendría después, un obsequio más de los norteamericanos que llegaron con sus bases y su colonización social. De todos modos, por curiosidad o por entretenerlo Gustavo le preguntó a Alvaro si no le extrañaba que él fuese negro, si no le impresionaba pero la respuesta del chico lo dejó todo manifiestamente claro… Si, eres negro, como mucha gente, como tito Antonio, no sabiendo el cabo quien era ese Antonio del que el muchacho hablaba con tanta familiaridad, este le precisó que por su casa iba mucho, cuando estaba en Sevilla, un cantante cubano muy famoso y que desde pequeño lo había conocido. Se trataba de Antonio Machín, al que él llamaba tito Antonio… Alvaro se fue durmiendo, le habían dado un comprimido… después se lo llevaron al quirófano acompañado por Gustavo, que llegó hasta donde le permitieron…
Gustavo recorría los pasillos de la zona donde esperaba preso de un gran nerviosismo mientras el tiempo transcurría, los minutos fueron sucediéndose por las horas y, finalmente, cinco horas después de su comienzo aquella intervención había finalizado. El Coronel salió de quirófano para pedirle a Gustavo, que se apresuraba a hacer los saludos de rigor, que se dejara de formalismo, que todo había sido mucho más complicado de lo ya de por si previsto pero afortunadamente se habían superado las dificultades y que Alvaro se recuperaría pronto, aunque por lo menos cinco días de hospital no se los quitaba nadie y que había dispuesto con los mandos superiores al cabo que se le diera un destino especial y extraordinario de ocho días en el propio Hospital para que cuidase del muchacho. ¡Gustavo estaba emocionado y no sabía cómo expresar su alegría porque había decidido que aunque le costase Consejo de Guerra por deserción no iba a dejar a Alvaro solo!. El médico, sonriendo, le dijo que había sido para él un orgullo decir a los mandos, después de explicada la situación, que aquel cabo radiotelegrafista habia aparecido como un milagro.
Aquella primera noche y todo el segundo día, Alvaro, unas veces conscientes, otras veces adormecido, lo pasó mal, muy mal. No había entonces departamentos de cuidados intensivos y era todo más complicado que ahora. Tampoco existían las técnicas modernas de medicación y había que suministrar gran cantidad de fármacos por medio de inyecciones intravenosas. Gustavo sufría más que el niño, del que no se separaba más que lo imprescindible, siempre atento para avisar a las enfermeras ante cualquier sensación de anormalidad. Al mediodía de la tercera jornada se empezó a notar mejoría en Alvaro, pudo comer cosas licuadas y frías y el médico le instó a hacer un pequeño esfuerzo por hablar, aunque no podía, pero todo iba bien, sin sangrado, sin infección. Esa noche Alvaro y Gustavo durmieron con cierta tranquilidad. A la mañana siguiente mientras cambiaban las sábanas de la cama del niño, Gustavo lo sostenía en sus brazos cuidadosamente. En ese momento la puerta se abrió y apareció el Teniente Coronel Salazar, era el cuarto día y hasta entonces no había ido a ver a su hijo. Su mujer seguía en Madrid y le había protestado al marido porque en el Hospital le habían negado toda información las dos veces que había llamado. Gustavo le hizo un gesto indicándole a su jefe que guardase silencio porque el niño estaba dormido cuando una enfermera le comunicaba al padre que se presentara de inmediato en el despacho del Coronel.
La conversación debió ser larga y dura. Salazar, con el rostro lívido, volvió a la habitación y beso a su hijo, que ya estaba despierto. Era el primer beso que le daba en su vida. Murmuró en voz baja, ¡Esto no puede seguir así!, a continuación abrazó a Gustavo y dirigiéndose a su hijo le comentó: ¿Te has dado cuenta que es verdad lo que canta el tito Antonio?, ¡Hijo, este es tú tienes tu ángel, tu ángel negro….! Llorando, salió de la habitación y se marchó a disponer unas cuantas órdenes. Volvió por la mañana con novedades, sobre todo para Gustavo: ya era sargento y ahora, además, consiguió que desde ese día viviese en su casa, una bonita huerta de naranjos al lado del río, en unas dependencias mucho más cómodas que el cuartel y sin separarse de él mientras así lo quisiera.
La llegada a casa tuvo matices dramáticos pues la madre y la abuela de Alvaro no solo se opusieron a que viviese con ellos Gustavo sino que amenazaron con marcharse y dejarles “con su negro”. Por primera vez, Salazar se impuso en su casa y no hubo vuelta atrás. La recuperación de Alvaro fue moderadamente larga, casi un mes. Salazar había conseguido librar de servicios al flamante sargento durante ese tiempo para que se dedicara en exclusiva a su hijo, al que atendía también la “tata” Justa, que hizo buenas migas con Gustavo. Durante los primeros días, con reposo absoluto, ni la madre ni la abuela pasaron más de dos veces por la habitación. Después se tuvieron que acostumbrar a tener en la mesa en las comidas y a encontrarse por todas partes con Gustavo hasta llegar un día en el que, en un insólito gesto de humanidad la madre de Alvaro le extendió la mano a Gustavo en señal de saludo y le agradeció todo lo que había hecho por su hijo;¡Era una especie de tratado de paz que se prorrogaría dos años!
Corría el año 1.968 y tras un proceso de independencia que además de ser una traición a los españoles fue un acto de cobardía, España concedió la independencia a las provincias españolas de Rio Muni, en el continente africano, y Fernando Poo, el territorio insular. Se cedió al chantaje, de entre otros, los de siempre, los norteamericanos y Naciones Unidas y el 12 de octubre de aquel año nacía la República de Guinea Ecuatorial puesta en manos de un cruel genocida que reclamó que los militares nacidos en aquellos territorios y que ocupasen plaza en los ejércitos de España se incorporasen a formar las fuerzas armadas de aquel país, siniestro desde su nacimiento. Todos los que estaban en esa situación se mostraban muy preocupados, Gustavo, obviamente, también, y se resistieron como pudieron, pero a los pocos meses de aquel teatral acto de pacifico acceso a la independencia, en marzo de 1.969 ya hubo un golpe de estado contra el Dictador Fernando Macías, que, además acusó a España de querer seguir dominando y dirigiendo la economía guineana. Entre marzo y abril de ese 1.969 fueron expulsados todos los españoles de Guinea, sus bienes fueron confiscados, salieron con lo puesto y nunca fueron indemnizado. Paralelamente todos los militares españoles que eran guineanos de nacimiento tuvieron que ir a ponerse bajo las ordenes de Fernando Macías bajo amenazas de represalias a sus familiares, padres, hermanos a los que no dudaría en ejecutar. Bajo la excusa del golpe de estado fallido Fernando Macías ejecutó a gente de su propio gobierno, ministros, y gente que le había apoyado y podían hacerle sombra. Estados Unidos miraba hacia otro lado, pues tenía fijado el objetivo de gestionar la riqueza del nuevo país, así había sido en primer país en reconocer el nuevo estado y mientras los sucesos de la primavera de 1.969 hacía la vista gorda y se dedicaba a construir su embajada, aunque también llegaría el día en que serían echados de allí.
Todos estos acontecimientos preocupaban en España, en sus Fuerzas Armadas y en la sociedad, pero tenían desolados a Salazar, a Alvaro que iba para sus doce años y como no, a Gustavo. Además, no se sabía como el Dictador tenía localizados a todos los guineanos de fuera. Salazar, ahora General de Brigada, sospechaba que sin la ayuda de los americanos eso no era posible. El caso es que llegó el día en que había que tomar decisiones entre los llantos y la tristeza de Alvaro porque se fuese Gustavo, “temporalmente” como le decían para no desesperarle más y la auténtica angustia del General que lo intentó todo, incluso contando con el consentimiento de su mujer, intentó adoptar a Gustavo. Este,, paralelamente, recibía presiones y chantajes hasta de su propia familia que le suplicaba que volviese o los matarían a todos.
Las protestas y reclamaciones de acción ante las atrocidades que España hacía chocaban contra el muro de Naciones Unidas y de Estados Unidos, cuya Embajada en Madrid llegaba hasta negar las evidencias, incluso señalando que los españoles no habían sido expulsados y desposeídos de nada. Hubo quienes propusieron hacer un golpe de efecto e intervenir allí con las armas, algo que el gobierno de Nixon impidió alegando incluso que Macías era tan aliado de Estados Unidos como España. De hecho los americanos inauguraron solemnemente su embajada el 1 de agosto de 1.969 mientras la política de terror de Fernando Macías se expandía como la espuma.
Alvaro, siempre más maduro de lo que su edad imponía veía las noticias, escuchaba radio, oía a hablar a Gustavo con su padre y con otras personas, diría una tarde de aquel mes de abril a su padre: “Papá, si Gustavo se va le perderemos para siempre”. Y Gustavo se fue, se incorporó al ejercito del Dictador aunque nunca se supo en que puesto, con que graduación o destino. Macías fue inclinándose a alianzas con la Unión Soviética, Corea del Norte, Cuba y China hasta proclamarse Presidente Vitalicio en 1.972. Alvaro le escribía a Gustavo todas las semanas sin recibir respuesta alguna. Mintiéndole piadosamente Salazar le decía a su hijo que Gustavo no podía escribir pero que él recibía noticias suyas e incluso alguna vez pudo hablar por teléfono con él gracias a contactos de unos supuestos servicios secretos hasta que ya no pudo más y se vio obligado a decirle a Alvaro que a Gustavo lo habían asesinado prácticamente cuando llegó, junto a varios familiares porque arrasaron su pueblo por sospecharse que allí se escondían opositores al Dictador.
Alvaro, que acababa de cumplir 12 años sufrió un golpe del que difícil habría de recuperarse, de consolarse….¡Su ángel negro!, aquel negrito que conoció esperando ser operado en el Hospital de Aviación, que se ocupó de él, se hizo su amigo, su hermano, su confidente había muerto como ya presintió al decirle a su padre que si se iba lo perdían para siempre. Pidió a su padre y a todo su entorno algo que pareció extraño, una reacción incluso irracional: No quería que se le volviera a nombrar ni a recordar a Gustavo nunca más, bajo ningún concepto. El mismo nunca volvió a mencionarlo, como si no hubiera existido, parecía que lo culpase de haberle abandonado, de haberse ido. Ni siquiera tito Antonio logró hacerle deponer de aquella actitud.
Curiosamente no había ninguna foto de ellos juntos, ni tampoco con el General Salazar, por lo que fuere no hubo ocasión, no se dio el caso…
La vida siguió, con sus idas y venidas, sus momentos de dicha y sus tiempos de tristeza, y así, año tras año, y con la vida pasaron también las personas, desaparecieron por una u otra razón, los padres de Alvaro murieron, y él mismo experimento las luces y sombras del destino: se casó; dos veces se divorció, tuvo algunos amores frustrados, también hijos que el destino apartó de él con la rotundidad que se contiene cuando se dice para siempre…fue envejeciendo y llegó a atisbar un punto de luz en su existencia cuando conoció y se enamoró de aquella mujer bella, dulce y madura como él que le hizo romper su promesa de no volver a casarse. ¡Lo hizo! Lo hizo pero el destino parecía que le había condenado a perder todo lo que habia ido queriendo…
Tres años de felicidad acabaron una noche de mayo bajo la luz fría e impersonal de una habitación en un Hospital de Francia donde su amada esposa, su último refugio, dejaba de existir… ¡con sesenta y tres años volvió a caer sobre su ya cansado ser aquel dolor de tantos años atrás y que nunca había dejado de acompañarle! Ahora es él, el aquel niño Alvaro, este envejecido Alvaro, el mismo, el que siente que la función se acaba y el telón va a bajar de un momento a otro separando el escenario del público para siempre. Me citó hace unos días en su casa para ayudarle a escribir esta historia, pues las fuerzas le fallaban hasta para pulsar las teclas. Me sorprendió con esta confidencia y este recuerdo. Torpemente, arrastrando los pies que otrora fueron veloces como las botas aladas de Hermes me llevó a su gabinete y allí me señaló su cartera de trabajo, su portafolios con sus correspondientes separaciones del que nunca se desprendía y que llevaba asido a su mano derecha a todas partes aunque no tuviera nada que hacer, ni que llevar o traer. Me hizo abrirlo y me pidió que metiera la mano en una de las separaciones interiores. Saqué una foto vieja pero bien conservada y solo con una primera mirada sentí estremecimiento. Se la di, me la iba a explicar pero antes me señaló otra enmarcada sobre un mueble, en la que estaba con su última y querida esposa. Volvió a la primera donde hay un grupo de militares de distintas edades y Gustavo, sacada en una comida de especialistas radiotelegrafistas de Aviación, Gustavo, enormemente alto, resalta sobre los otros y con su uniforme de cabo del día en que lo conoció. Me rogó un favor, un último favor que por desgracia acabo de cumplir: quería ser enterrado con esas dos fotos y se las he puesto sobre el pecho en ese féretro que mañana saldrá para Francia, donde será sepultado con su esposa.
Y después me he puesto a teclear queriendo cerrar así esta historia, aunque no sé si tengo derecho a hacerlo.
Manuel Alba
Abogado en Ejercicio
diciembre de 2024